LA NOCHE DE LOS PARAGUAS
Obdulio, desconocía que la nave guardara nada especial fuera de estos utensilios, nunca sintió curiosidad ni siquiera necesidad de traspasar la roñosa puerta del cobertizo, a lo más que llegó en alguna ocasión fue a echar un vistazo por entre el hueco de un tablón roto junto a la cerradura, unido todo lo anterior a que siempre hizo oídos sordos a la perorata de Úrsula, la cuerda de atar a la que todos tomaban por loca en el pueblo y, que como un rosario, iba desgranando por las calles la siguiente letanía:
«Yo sé lo que hay encerrado en la nave de Obdulio, yo sé lo que hay encerrado, yo sé el secreto de la nave de Obdulio».
Tan acostumbrados
estaban los moradores de la aldea que la estrofa había pasado a formar parte
del sonido repiqueante del chorro de agua que caía impertérrito del caño de la
fuente que presidia la plaza.
Obdulio tenía una medio novia —o al menos eso pensaba él—
con la que trasteaba fiesta sobre fiesta por los pueblos vecinos hasta
conseguir que cediese en su propósito de emparejamiento, aunque para decir
verdad a la muchacha entusiasmada no se le veía.
Una tarde en la Obdulio y su
acompañante se aburrían como ostras sentados en un banco de la plaza con la
poca conversación que brillaba entre ellos, una vez agotada ésta, el galán
propuso a la muchacha un paseo en su Lambretta
hasta las olvidadas tierras de su
heredad.
Casilda, más que nada y por
encima de cualquier otra consideración aceptó con tal de abandonar aquella
situación de sopor. Agarrada a la cintura de Obdulio, Casilda iba dando botes
sobre aquel trasto que parecía iba a desvencijarse de un momento a otro hasta
llegar a aquel terruño al que nadie hubiera conseguido añorar jamás. Cuando
Casilda se apeó de la moto sus primeros pasos fueron una suerte de pequeños
brincos que, se le habían quedado incrustados en el nada emocionante paseo, sentada
en aquella destartalada máquina a través del bacheado camino. Iba caminando
unos metros adelantada de Obdulio con el propósito de evitar que éste se le
pegara al costado y así moverse libremente hasta llegar al frente del almacén.
—¿Podemos entrar?
—La verdad, no lo sé, nunca he
tenido tentación de hacerlo. Imagino la mugre amontonada que puede haber desde los
años que lleva cerrada y sin uso.
Casilda insiste y Obdulio
dispuesto a ganarse el favor de la chica doblega su voluntad mientras se acerca
al portón. La puerta a medio pudrir no ofrece resistencia, a una patada del
galán, ésta cede con un chirrido fantasmal abriéndose de par en par dando paso
así a montones de trastos cubiertos de telarañas, presenciales ahora por efecto
de los rayos de sol que se cuelan desde el exterior.
Casilda avanza, avanza hasta
tropezarse con lo que parece una argolla incrustada en el suelo. Dispuesta a
tirar de ella, Obdulio entra al quite pidiéndole que no lo haga so pena de que
de allí pueda salir un ejército de ratas o de algo peor. Casilda no lo escucha
—en realidad no lo hace nunca—, tira de la argolla que acciona una trampilla
que al ser levantada muestra una escalera descendente. Ni las súplicas de
Obdulio ni sus advertencias sirven para frenar el descenso que Casilda ya ha
comenzado tentando las paredes como si tuviera la seguridad de encontrar un
interruptor que iluminara aquel sótano. Al poner el pie en el último escalón a
la vez que apoyaba una mano en la pared, con un chasquido de forma simultánea
comenzaron a encenderse la hilera de globos que colgaban del techo de la galería
que ahora de forma clara aparecía bajo su luz.
El corredor es más largo de lo
que en un principio cabría esperar dadas las dimensiones exteriores de la nave
de lo que es fácil deducir que el sótano fue excavado a lo largo de muchos metros
más allá de los ocupados por el almacén.
Una hilera de puertas a izquierda
y derecha se adentra pasadizo adelante. Ante cada una de ellas cual cancerbero
esperando su presa, se aposenta un paraguas negro. Detrás de cada puerta
boqueaban atrapados los espíritus a la espera de ser relevados, mientras, los
paraguas liberados de las prisas que impone la vida permanecen impasibles aguardando
su turno antes de entrar en acción.
A Casilda nada la detiene,
toma entre sus manos el paraguas que está a sus pies custodiando la primera
puerta ante la que se ha parado. Ésta se abre con un golpe seco tras el cual le
siguen todas las demás. No son figuras, no son nubes, no son cuerpos, no es
algo tangible, lo que sale de allí es tan indefinido que tiene difícil calificación
a los ojos de cualquier humano que contemple aquel espeluznante espectáculo.
Cada indescriptible «cosa»
abandona su celda tomando a su vez el correspondiente paraguas, mientras en
formación militar se dirigen al final del pasaje ocupado por una gran claraboya
por la que ascienden cual nube de vapor, evaporándose, dejando tras de sí un
olor nauseabundo que en el ascenso queda disuelto.
Obdulio desde lo alto de la
escalera llama a gritos a Casilda. Asoma la cabeza por el hueco de la escalera,
avanza algunos peldaños con el miedo agarrado a sus piernas que flaquean y se
doblan como si fueran de papel hasta llegar al último peldaño desde donde
reclama de nuevo a Casilda. Las puertas del pasillo aparecen ahora cerradas a
cal y canto; al frente de cada una su correspondiente cancerbero en forma de
paraguas negro.
Obdulio sentado en el banco de la plaza escucha a Úrsula pasar arrastrando su canción posa en él una mirada perdida:
«Yo sé el secreto de tu almacén,
yo sé el secreto. Solo yo sé dónde conduce la escalera. Solo yo sé del viaje de
Casilda. Solo yo sé su secreto…»
Obdulio llora hacia dentro
lágrimas secas, lágrimas húmedas de cobardía, de miedo, mientras en la noche ve
acercarse a su ventana un paraguas negro que grita su nombre conminándole a
seguir su estela…
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