DIVERGENCIAS
El ruido de las cortinas que
su «tata» descorría con un sutil
movimiento cada mañana, acabó por despertarla de la pesadilla en la que llevaba
atrapada toda la noche.
—Señorita, su mamá la espera
en el comedor, debe darse prisa si quiere evitar su enfado.
—No, no voy a levantarme, hoy,
no.
En el comedor, la madre
repiquetea una campanilla de plata. Dependiendo del movimiento que se aplique a
la misma, el sonido puede ser, de prudente llamada o de apremio inmediato.
La tata se encamina ligera hacia el comedor donde se topa con el
careto de la señora que, por su expresión, no presagia nada bueno.
—¿La señorita está dispuesta?
—Sí, señora. Bajará en un
momento. —Mintió la tata para
esquivar el escopetazo.
Diez minutos después, Ada, no
había dado señales ni de vida, ni de muerte. La señora de la casa agarró la
campanilla como si al apretarla quisiera más que hacerla sonar, propinar su
desintegración. Cuando la sirvienta apareció atemorizada delante de sus ojos,
la orden había quedado despojada de sutileza y de toda norma de corrección.
—Suba a la habitación de la
señorita, si no aparece usted por la puerta con ella, considérese en la calle.
Si he de ser yo misma quién se encargue de ejecutar una orden, no la necesito a
usted para nada.
De tres en tres subió Reme los
escalones.
—Señorita, por favor, su mamá
la espera y amenaza con despedirme si no aparezco con usted. ¡Por favor se lo
pido! Levántese y baje conmigo.
—No. —Fue toda la respuesta de
Ada.
Reme, con los ojos vidriosos
por la que se aproximaba, rogó y rogó…nada, no hubo forma de que Ada abandonara
la cama. Sabía perfectamente la que se avecinaba, pero en ese momento la
importaba un bledo —o dos—.
En el umbral de la habitación
aparece la sombra de una señora, cincelada a golpe de una instrucción mojigata
y obsoleta por los siglos de los siglos —amén—. La criada, en un gesto
mecánico, se persigna, con el miedo agarrado a las tripas.
—Ada, me interesaría saber en
este momento a que se debe tu actitud ¿serías tan amable de explicarme?
—No.
Ese «no» cual fuego, encendió la mecha que llevaba rato encendida. Sin
poder contener la furia que habitaba el cuerpo de la señora acomodada en su
hipócrita vida llena de resentimientos, de deseos no expresados, de concesiones
hechas al honor de la sociedad pazguata en la que se había criado, estalló como
una bomba de napalm. Arrancó de un golpe la ropa de cama, tiró del brazo de su
hija con una fuerza desconocida para ella…Hubiera gritado, pero hasta en ese
momento, su «buena educación»
propició el frenazo.
—Tenemos una cita. Cita que de
no ser por la buena relación que tu padre mantiene con «él», nos habría costado meses conseguir. No te lo voy a pedir por
favor. Te lo exijo. Te lo ordeno. ¡Levántate! El coche espera en la puerta.
—No. Preferiría no hacerlo.
El sonido de un bofetón
rellenó todos los huecos de la estancia.
El reluciente cochero abrió la
puerta con una reverencia. Arrancó, rumbo a un destino que jamás hubiera
adivinado «la gran dama» para su hija Ada.
El edificio de arquitectura
moderna, dotado con los últimos avances en robótica, sorprendió a la señora,
acostumbrada a su lúgubre y recio palacete. Tomaron el ascensor a la quinta
planta, donde «él» esperaba. En el
trecho, Ada se entretuvo con el cartel anunciante de la marca del «montapersonas»:
—«Orona». ¡Qué
nombre extraño para un ascensor! —pensó—.
Primero un pitido, seguido de
una luz roja parpadeante, dos sacudidas y la máquina se detuvo.
A la serenidad inicial se unió
un malestar que terminó convertido en pánico. Un hilo de sangre corría por sus
piernas. Cuando la máquina inició de nuevo su ascenso, en el suelo marmoleo,
sobre un charco grisáceo, apareció depositado el innombrable «objeto».
La noticia, por inesperada,
causó la conmoción y el terror a lo largo y ancho de la familia. Aquella
señorita decente, de buena familia, católica, apostólica y romana, no podía, no
debía estar…
—No puede ser, es un error, un
horror, una fatalidad. —Reflexiones de una madre atormentada que, en su
perfecto mundo, había imaginado un futuro de amor, lujo y aburrimiento para su «cándida florecilla».
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