LA SEÑORA DE LIMA
La noche en el desierto. Era
todo lo que pudo recordar después de cruzar el Atlas hacia el Océano.
Pensativa, nefelibata, perdida…
El mar tranquilo le recibe con
sus olas de aplausos, solo el sol arremete contra todo intento de alcanzar
sosiego. Ha cruzado el paraíso de mugre y belleza, de riqueza y mansedumbre.
Ahora descubre cuál es su sitio. Paraíso perdido entre arena y más arena,
remanso.
¡Mamá! —gritó en vano; no es
que no escuche, es que no quiere escuchar.
De camino a la cocina donde la
madre prepara la cena piensa en cómo puede hacer su petición sin incomodarla.
Hace tiempo que cualquier comentario, ruego o simple apunte sobre cuestión
baladí la pone de garras y, lo que en esos momentos se encuentre en sus manos,
o a su alcance, acaba estrellado contra el suelo.
Cautelosa, se acerca.
—¿Mamá? ¿Puedo pedirte algo?
La madre a lo suyo. Ni
pestañea.
—¿Mamá? ¿Puedes ayudarme a
escribir una carta? —se lanza ya sin paracaídas temiendo como siempre lo peor.
Contra todo pronóstico, la
madre gira sobre sí, lanza sobre ella su mirada azul como un relámpago.
—¿Qué? ¿A quién tienes que
escribir tú una carta?
—A Papá Noel. —Contesta con
más miedo que vergüenza.
—Una de dos, o estás mayor
para semejante tontuna, con lo cual debes saber hacerlo sola, o no tienes edad
para escribir a un fantasma.
Ella no entendía. No entendía
el mensaje lanzado con ese deje de soberbia y tristeza que impregnaba cada
sentencia de su madre. No entendía y no quería saber. En su cuarto, frente a un
dibujo de Papá Noel repetía como un mantra: —«Solo un deseo, solo un deseo: acaba con la tristeza de mi mamá».
Sentada en su escritorio
viendo pasar la vida como en una secuencia diapositivada a través de un cercano
Océano Pacífico —en otro estado el eufemismo «pacífico» le habría provocado una sonora carcajada—, recordó
aquella tarde de hace ya…y, es que, el tiempo pasa sin tocarnos siquiera, leve
pluma que vuela sin decir ni «mú».
Ruidos en su cabeza. Ruidos que no le conceden un minuto de paz. Ruidos.
—«Querido
Papá Noel: me he portado estupendamente a lo largo y ancho de mis más de
cincuenta. ¿No crees que me lo merezco?».
Un relámpago ilumina de norte
a sur el panorama que se divisa desde el ventanal. Con la ventisca, un rayo corta
en dos el castaño del jardín. En el vendaval, un grito la arrastra cual ventosa
hacia el centro del huracán.
—«La
vida no da segundas oportunidades». —Y menos un señor gordo con
barba.
Cenizas en el jardín. Un jardín
carbonizado y una nube gaseosa ascendente.
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