¿AMNÉSICA? SÍ, PERO POCO.
Despierto con la indefinida
sensación de siglos de sueño sobre mi espalda, como si cargara sobre ella un
peso imposible para mi envergadura.
Hablo de percepciones porque
en un intento desesperado por tratar de recordar como he llegado hasta aquí, no
aparece nada…solo la nada inunda un todo vacío.
No hay dolor físico por más
que los músculos gritan a una: «nos han
apaleado». «Esto tiene toda la pinta
de un aterrizaje forzoso» —pienso.
A través de mis párpados se
cuela una luz azul, potente, irredenta, como si de una aparición fantasmal se
tratase. Todo es nuevo, no consigo
reconocerme sobre el terreno, tampoco físicamente al verme reflejada en el
espejo de esa cosa metálica con la que amanecí, resucité o lo que quiera que
sea que esté pasando, porque hasta este punto, no consigo poner en orden nada
de nada.
Desde el primer momento y en
medio de esta distopía, supe que, algo había cambiado sin saber el cómo ni el
porqué. No solo aquel extraño presentimiento que recorría mi cuerpo, sino el
fantasmal campo que me rodeaba. Había perdido en supuesta batalla parte de mi
vestuario y, así, semidesnuda, sin identidad, y con la impronta de no saber ni
a quién pertenecía esa sombra acompañante, me costaba un potosí llegar o rozar
siquiera una pizca de raciocinio.
En un instante de
reconocimiento sobre lo que aparecía a mi alrededor descubrí un artilugio
mecánico con ruedas, creo recordar desde mi absoluta laxitud de pensamiento que
la cosa bien podría ser una bicicleta.
No me atrevo a aventurar nada, todo es inconexo, carente de sentido, cuando en
el intento —vano por el momento— de hilar un pensamiento con el siguiente no
aparecen imágenes secundando esta situación de pérdida que de forma
indefectible aclararía mi actual estado.
Andaba perdida entre estas
ensoñaciones cuando en el minuto cincuenta y nueve de mi despertar y, así sin
previo aviso, como suelen darse los hechos mágicos o las alucinaciones, un
brusco, pero a la vez dúctil trozo de viento marrón, pasó rozándome apenas la
mejilla y…ahí…ahí recordé que mi «aterrizaje forzoso» no era producto de
malhechor alguno. Yo misma lo había provocado en la urgencia de abandonar un
estado, espacio-tiempo que me ahogaba, en huida ineludible fuera esta,
saludable, conveniente o no, hacia un universo imaginario dónde las cosas se
desarrollan según yo las presumo.
Creo que el desprendimiento de
retina junto al de mis ropas era absolutamente necesario hacia el aprendizaje
de una nueva visión; nada puede evolucionar sin mudar de piel. Cambiar desde lo
más superficial a lo más sutil puede llevar años…pero, ¡es tan relativo el
tiempo!
Agarré de nuevo el artefacto
metálico esta vez, y como en un sueño de lo más real, salí volando, planeando a
través de un viento que ya no era marrón…sin color, sin olor, sin sabor…pero
con el regusto de —esta vez sí— la
certeza de llegar a buen puerto.
Resumiendo, que esto no da
para más:
Si no estuviera en estado
amnésico de grado uno, pensaría que he aterrizado en el jardín de Alicia y que
los conejos que saltan a mi lado van todos ellos acicaladitos a la boda de un primo suyo de Albacete.
La verdad que esto de ser
amnésica es muy, pero que muy cansado. En mi próxima aventura prometo recordar
como poco —qué no es moco de pavo— quién soy y de dónde vengo.
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