EL CONTAGIO
Por temor al contagio me senté
en el lugar más apartado que encontré en esa especie de sala de tortura que era
la estancia del Aeropuerto de Adampur.
Viajeros con el sueño pegado a los zapatos. Ropajes multicolores que
desentonaban con el gris de sus vidas.
Reflexioné sobre la
conveniencia de abandonar aquel recibidor plagado de miserias; miserias
implacables, miserias humanas. Había soñado desde años con este viaje. Conocía
por lo leído y la información que me proporcionó gente que había vivido la
experiencia, cuáles serían los posibles inconvenientes de la aventura hindú. No
obstante, y pese a toda la información, hay miles de cosas que agarran por
sorpresa. Los olores: no se pueden describir. Las emociones: tampoco.
Poco a poco intenté acomodarme
en la placidez del sueño que venía en oleadas y se iba de igual forma. No era
el cansancio del cuerpo lo que hacía de mí un pelele. Era una especie de vacío,
como si todo mi interior hubiera sido evacuado y, algo ajeno quisiera dominar
lo que hasta ese momento había sido mi cuerpo. El sueño y el cansancio tomaron posesión;
caí rendido entre la maraña de cosas inservibles que llevaba conmigo.
—Travelers to Kili: door 33. —Se escuchó a través de megafonía.
Desperté de un salto. Agarré
mis cachivaches, puse a funcionar mis doloridos pies y me dirigí por entre una
nube humana hacia la puerta 33.
—«Este
es mi momento» —pensé. No sabía lo que me esperaba una vez
asentara mis posaderas en aquel amasijo de chatarra que era el avión
—peligrosamente obsoleta— de la compañía
india con la que decidí contratar el vuelo.
Tres horas de vuelo para poco
más de doscientos kilómetros. Un disparate visto desde la perspectiva
occidental. Sobresaltos continuos. Meditación constante tratando de resumir una
vida a la que parece no quedarle mucho tiempo. Después de mil y una sorpresas,
el desconcierto llegó al tomar tierra en Kili.
No voy a relatar la aventura que supuso todo el trayecto hasta que por fin
conseguí poner los pies en la ciudad.
De nuevo esa sensación
indescriptible que son los olores de India inundándolo todo.
Quedaban nueve ciudades más en
mi ruta. Pero desde Kili me sentí
atrapado en la magia de un mundo que ya era otro. Supe que jamás podría
regresar al occidentalismo salvaje. Me quedé; aprendí, viví. Encontré lo que desde
hacía lustros sabía que existía, y hasta el presente no había logrado integrar
después de una lucha continua de la que al parecer salí vencedor. Comprendí que
mi vida había cambiado en el momento que vi unos ojos mirando hacia el interior
de las gentes —esto es de difícil asimilación para la conciencia occidental—,
supe que mi vida adquiría valor a partir de aquel instante, que mi anterior
existencia había sido una pelea constante conmigo mismo, la que había estado
intentando acallar. Viví como siempre quise hacerlo, sin ataduras: solté las
amarras mentales.
At last free.
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Soy toda "oídos". Compartir es vivir.