Mateo duerme a salto de mata. Duerme, despierta, vuelve a caer mecido por los brazos de Morfeo que, al instante siguiente, el griego, lo suelta y deposita en los ojos abiertos y oscuros de la noche. Mateo no dormía. Mateo dormitaba preso del platonismo instalado en sus imberbes trece años, y, es que Mateo vivía sin vivir en él a causa de los ojos de cuya dueña estaba perdidamente enamorado. Al alba la madre entraba en la alcoba para despertarlo y se encontraba a su retoño ya vestido y con la cartera en ristre preparado para salir ‘escopetaó’ hacia la escuela. —¡Mateo! ¡El desayuno está en la mesa! —Gritaba la madre. Mateo apuraba el tazón de leche de un trago. Sin tomar asiento, sin mirar el resto de componentes que la madre había dispuesto con mimo a lo largo de la mesa tras lo cual tomaba de estampida el pasillo hasta alcanzar la puerta de salida y posar su esqueleto en el primer rellano de la escalera desde donde esperaba con el corazón en la boca que apareciera Encarnit