LA ESPERA
Mateo duerme a salto de mata.
Duerme, despierta, vuelve a caer mecido por los brazos de Morfeo que, al
instante siguiente, el griego, lo suelta y deposita en los ojos abiertos y
oscuros de la noche.
Mateo no dormía. Mateo dormitaba
preso del platonismo instalado en sus imberbes trece años, y, es que Mateo
vivía sin vivir en él a causa de los ojos de cuya dueña estaba perdidamente
enamorado.
Al alba la madre entraba en la
alcoba para despertarlo y se encontraba a su retoño ya vestido y con la cartera
en ristre preparado para salir ‘escopetaó’
hacia la escuela.
—¡Mateo! ¡El desayuno está en
la mesa! —Gritaba la madre.
Mateo apuraba el tazón de
leche de un trago. Sin tomar asiento, sin mirar el resto de componentes que la
madre había dispuesto con mimo a lo largo de la mesa tras lo cual tomaba de
estampida el pasillo hasta alcanzar la puerta de salida y posar su esqueleto en
el primer rellano de la escalera desde donde esperaba con el corazón en la boca
que apareciera Encarnita, esa vecinita flacucha que tenía a Mateo en un
sinvivir, en constante duermevela.
Mateo odiaba los fines de
semana por la simple y llana razón de no poder llevar a cabo su fugaz encontronazo
con Encarnita y solo esperaba con ansia la llegada del lunes.
Es probable que Mateo
desconociera por razón de su edad o por cualquier otra premisa el hecho de que
en la vida es conveniente tener un segundo plan guardado en la recámara, una
segunda ilusión, meta o lo que quiera que sea en perspectiva por si la ausencia
del primero llegara a fallar, a no materializarse.
En la mañana del sábado Mateo
despertaba con la desazón agarrada al cuello, desayunaba con displicente
desgana mientras su madre lo observaba por el rabillo del ojo intuyendo con ese
sentido catalizador que solo poseen las madres que era lo que le ocurría al
infante.
El despertar del domingo era
un calco del día anterior. Después de nutrirse arrastraba sus pies hasta su
cuarto como si le hubieran encajonado entre grilletes. Una vez allí apoyado en
el alfeizar de la ventana su mirada fija en la calle como un sonámbulo en
completa ensoñación, esperando, siempre en tiempo de espera a que la figura de
Encarnita hiciera su aparición incapaz de moverse del sitio, de cambiar de
posición ni de abandonar el puesto de vigía aun cuando le sobreviniera una
urgencia fisiológica hasta que llegada la hora del almuerzo su madre entornaba
la puerta medio asustada por miedo a encontrar una escena imprevista apercibiéndolo
de la hora en cuestión.
—Ya voy. —Contestaba desganado,
aunque como Bartleby hubiera «preferido no hacerlo».
—¡Qué sea ya! —Instaba la
madre.
La madre de vuelta en la
cocina poniendo los platos sobre la mesa con la convicción ya de cuál era la causa
que mantenía en estado de embelesamiento y rapto continuo de la consciencia del
ser al que adoraba: «la vecinita».
Terminada la comida Mateo
regresaba a su cuarto se instalaba de nuevo en el mirador enfrascado en sus
pensamientos con el único deseo de ver aparecer a Encarnita. Caía la tarde, el
abanico de luz se iba cerrando a cada golpe de minutero. De nuevo la voz de la
madre con el reclamo para la cena, de nuevo las miradas de soslayo sobre su ya convencimiento
sobre el estado que se había apoderado de su churumbel.
A Mateo le gustaba la noche
del domingo preñada de la luz del amanecer que traería consigo otro lunes.
Dos décadas después, Mateo
recordará aquellos días llenos de incertidumbre y a la vez cargados de una
esperanza motor de impulso para ayudarse a seguir. Veinte años más tarde a él
lo que de verdad le habría gustado es que cada lunes en la mañana el hada de
los sueños lo depositara en el rellano de la escalera y tras un breve suspiro
ver aparecer la figura de Encarnita.
El timbrazo resuena por el
largo del pasillo haciendo tambalearse la figurita del pez volador que dormita
sobre la mesita y saca a Mateo de sus ensoñaciones.
—Lo acaba de traer el cartero.
—El portero le tiende un sobre amarillo donde con letra cuidada aparece su
nombre y dirección—. Qué sean buenas noticias Don Mateo, con dios, se despide
el conserje.
Mateo da vuelta al sobre mira
el membrete toma asiento al lado de la ventana intenta rasgar el envoltorio
mientras el miedo detiene la mano a la hora de llevar a cabo la acción…
… «Querido Mateo:
Espero
que al recibo de esta te encuentres en perfecto estado de salud…»
En la mañana siguiente de un
lunes cualquiera cuando Petra la asistenta llegó como cada mañana desde hacía
veinte años, encontró a Mateo inerme con la misiva amarilla pegada entre el índice
y el corazón. Petra solo alcanzó a ver la firma:
Encarnita.
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