UNA DE ROMANOS
Había en ese amanecer de
escarcha, un frío sordo y lacónico; dejaba en cada huella imprecisa, su marca,
de lo que en la noche fue. Andaba sin rumbo, por un territorio desconocido
entre guerreros desuniformados; sombras de una geografía desconocida, paisajes
ignorados de la imaginación. Batallas sin guerrear en medio de una paz fingida,
pagada a base de desencanto y deslealtad de ejércitos desertores.
Gladiador sin espada, ni
método; solo la paz… eso buscaba a través de campos de batalla, florecientes en
otros tiempos.
Viento del este, viento del
oeste… en medio de un anacronismo que había dejado su impronta en una vía sin
retorno.
En medio de la nada encontró
su paz…y, en la octava noche de aquel día sin término, despertó a la realidad
de lo que había sido un sueño sin fin; el juglar entonó la canción que él había
inventado y, al oírla, resonó como una tormenta extraviada que había
permanecido en el olvido pero que resurgió con toda la fuerza de un huracán,
arrancando hasta la raíz del más profundo descuido. Fiel reflejo del anverso
midas, su fortuna, su bien preciado era su paz. Único bien que conserva el
valor y no se devalúa, no necesitaba más, era su lucha, su única batalla.
Con la insolencia que
suministran los sueños alcanzó un campo minado de promesas que, un futuro
caprichoso iría borrando paso a paso. En su mausoleo queda grabado el siguiente
epitafio: «A un guerrero batallador sin
escudo ni espada».
«Con
seguridad no hay otra cosa que el propósito único del momento presente. Toda la
vida de un hombre es una sucesión de momento tras momento. Si uno comprende
completamente el momento presente, no habrá nada más que hacer, y no quedará
nada por perseguir».
—Zen En el arte del tiro con arco—
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