NO ES PARA TANTO


En el verano de 1987, Daniela, conoció a «alguien» lo más parecido a un ídolo de barro.

Cuando su madre le preguntó:

—Daniela ¿Por qué no paras un poco, hija mía?

Y la verdad, llevaba un verano de locura, de un ir y venir que ya no distinguía si iba o venía. Dormía en Singapur y despertaba en la Patagonia. De tanto mover sus pies por el mundo adquirió el don de aceptar lo que algunas personas calificarían de rarezas, como las cosas más vulgares de un día a día sin promesas.

—¿Dónde esta vez? ¿Queda algún lugar en el globo que no hayas pisado? —volvió a la carga la madre.

Ella sabía que la mejor respuesta era el silencio para no entrar en bucle en una conversación sin sentido y sin final. Por toda contestación añadió:

—«Queda…queda…vaya si queda».

Terminó de organizar su mochila. Con un sencillo y corto abrazo se despidió. En la puerta de calle esperaba el taxi que previamente había contratado por teléfono.

Aterrizó en Hanói de madrugada. Recogidos sus escasos bártulos se dirigió al hall del aeropuerto donde estaba previsto que alguien del hotel la recogiera. El conductor la sorprendió hablando una especie de spanish english de difícil calificación. La lluvia que caía a raudales convirtió el trayecto en una más de las aventuras que se sucederían a lo largo y ancho del país.

Una vez instalada en su habitación tomó una ducha, se cambió de ropa y conectó su teléfono.

Primer mensaje —el más inesperado— de Julián. No sabía de él desde Argentina donde la cosa acabó como el rosario de la aurora.

—Te he llamado varias veces. No respondes. ¿En qué aventura andás?

—«Este tío es imbécil, después de lo vivido era lo último que esperaba, ¡Un mensaje! ¡Qué mierda le importará!».

Continuó mirando su móvil. Mensajes insustanciales a los que tampoco iba a contestar. Se vistió. A pesar del cansancio del viaje decidió bajar a inspeccionar los alrededores del hotel con la mente puesta en los planes que iba almacenando en su cabeza, disueltos entre pitidos, ruido, olores, riadas de gentes cargadas hasta lo inhumanamente imaginable.

Los ojos; eran los ojos los que en sus viajes al continente asiático la llevaban a un mapa desconocido. Cada mirada contaba una historia ciega, detrás de cada retina, un mundo sin descubrir para su dueño. Tras aquellos iris, cabían siglos de miserias y resignación ante un destino no elegido, capataz de legiones que desviven conforme al hecho de nacer en según qué punto del planeta.

Recorrió callejuelas y ciudades. Todas ellas encerraban la magia que ella no encontraba en ninguna otra parte del mundo. Amaba Asia. Soñaba Asia.

—«¿Occidental? Sí, pero poco» —Se escuchó decir en su interior.

El ruido del teléfono la puso en alerta, pegó un brinco mientras rebuscaba en su mochila el molesto artefacto.

—¿Daniela? ¿Por qué no contestás mis llamadas?

—«Otra vez el argentino dando por culo, musitó quizá en voz más alta de lo debido».

Apretó con saña la tecla «colgar». Con el ceño del revés siguió hacia la Pagoda situada al fondo de la avenida. Silencio. Sonidos que el silencio emite hacia una cabeza llena de ruidos y contaminación. Descalza, en un rincón del templo su mantra interior era:

«No es para tanto».

En el hotel junto con la llave de su habitación le entregaron una nota:

—«Si te girás y mirás hacia el jardín…»

—«¡La concha de tu madre!» —a ella también le sorprendió esta sinergia de pensamientos en argentino.

No se detuvo a esperar el ascensor. Tomó escaleras arriba, saltando como si la persiguiera la pasma. De un portazo cerró la puerta. Llamó a recepción para que le tuvieran preparada su cuenta. Cerró la mochila y bajó los escalones de cuatro en cuatro.

En la puerta le esperaba el taxista chapurreador de un español insólito.

En el jardín del hotel un personaje se deleitaba en la espera saboreando un Martini infinito.

Kilómetros recorridos a lo largo del país de las mil maravillas. Kilómetros de magia. Kilómetros de olvido.

—¿Cómo es Vietnam? ¿Has disfrutado? ¿Qué es lo que llama la atención de ese país? Hija, ¡por dios! ¿Te has quedado muda?

—No es para tanto —respondió con la mirada puesta en el pitido inacabado de su móvil.

 

















































































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