UN LADRILLO DE DOMINGO


Aquella señorita hiperestésica definió el domingo diciendo mientras señalaba un ladrillo en cuya rendija crecía una flor:

—«Este ladrillo es domingo».

Lo que había que hacer en los años siguientes estaba ya prescrito del modo más riguroso posible.

—Supongo que buscamos algo así, pero casi siempre nos estafan o estafamos. —Dijo ella, mientras le miraba con cautela.

Era un tiempo en que nada se daba de forma habitual o casual. Todo premeditado, medido, calculado. Pasar de puntillas por los acontecimientos no era una posibilidad; era obligación implicarse y agarrar el toro por los cuernos.

Cada acto de su vida provocaba en ella un dolor excesivo. Perdida por los vericuetos de su mundo, se desgarraba en un fútil intento por salir a flote.

—Parece que va a llover. —No llegó a pronunciar.

Con el cielo azul, sol irredente, calentando los azulejos amarillos por los que caminaba descalza, ella, solo sentía el frío de ese eterno verano.

El sudor que no daba tregua la llevaba a cada instante al estado de un ataque de nervios. Controlaba. Sudaba. Sufría. Hacía calor.

—Todo prescrito, todo escrito, todo clavado en el atlas de la vida.

¿Es cierto que «todo» era inamovible?

Ni de eso estaba segura. Nada en ella era seguro. Esa era su única seguridad. Vivir en permanente estado de alerta.

—El tiempo es circular, las escenas se repiten por riguroso orden. —Volvió a pensar.

Mientras, él, en actitud suplicante, pedía un imposible.

—Los ladrillos han florecido. —Canturreó con la voz apagada.


























































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