A LA SOMBRA DE UN CARACOL
Al nacer nadie advirtió al
caracol que toda su vida habría de ir cargando el peso de su casa. Nunca se
quejó, no conocía otra forma y, en su ignorancia era feliz. No sentía el peso
como carga sino como un destino nómada.
Vivir, andar de un lado a otro
sin la previsión de un techo. Protegido y seguro; lento, pero consciente de su
andadura en el peregrinaje…
Hojas en blanco, mente en
blanco, todo lo bueno y malo que hay en el mundo pasaba por su retina, ciega a
los efectos oportunos o inoportunos que en ocasiones cruzaban su horizonte.
—«Si
estás seguro: ve.
—Si
ves y no estás seguro: arriesga.
—En
el riesgo está a veces la claridad».
Se decía cada vez que sus
pensamientos trataban de confundirle.
Hay vidas tan emocionantes
como la del caracol. Poco o nada arriesgadas, sumidas en la oscuridad de su
concha de la que no logran desprenderse porqué el solo intento les paraliza.
No existe peor coraza que el
miedo. La vida es una sucesión de actos irrepetibles e incontrolables en
ocasiones. Desprenderse de la concha y salir al sol exhibiendo los cuernos
—cuál caracol— embistiendo cada vez que sea preciso.
La forma de reproducción de
los caracoles resulta un tanto curiosa. La mayoría son hermafroditas. En otras
ocasiones copulan en lugar de autofecundarse y en tercer lugar tienen la
costumbre de lanzar «dardos del amor» justo antes del apareamiento.
Como son animales promiscuos,
son capaces de almacenar el esperma de parejas anteriores durante mucho tiempo,
incluso años.
No se puede negar que ante
todo son previsores.
Los caracoles van felices. Si
van con alguien es porque quieren estar con ese alguien, de hecho, son una
mezcla entre Hermes y Afrodita. No van rápido, no tienen prisa, no les importa
nada que implique correr. Al contrario de otros animales, ellos van dejando un
rastro de babas, probablemente porqué van disfrutando su camino.
Desde mi «mapa», y con la
cautela, precaución, suspicacia, escepticismo, que provoca en mi cualquier
clase de religión, —por si acaso y por lo que pueda acontecer— pido a todos los
dioses que, en caso de reencarnación, este
ente que me habita vuelva en la
misma forma —a ser posible con alguna mejora—, lo de reencarnarse en caracol no
resulta muy emocionante, más, si añadimos que la vida del molusco tiene una
duración de siete años.
Necesito de cien, doscientas,
trescientas reencarnaciones más para amplificar todo lo pendiente.
No quiero ser un caracol, ¡lo
tengo clarísimo!
«Aproximadamente
hasta el siglo IV (Concilio de Nicea, 325), los antiguos cristianos creían en
la reencarnación. La hipótesis del cielo-infierno sustituyó a esta creencia,
que se adoptó, por conveniencia de la cultura romana».
De:
«¿Todos los caracoles se mueren siempre?».
—Proyecto
didáctico Quirón—.
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