EL SOL SALE POR EL OESTE
Llega un olor que transporta a
eras repletas de cereales. Trajinar de agricultores en un tiempo sin máquinas,
donde todo se lleva a cabo de forma manual. Un tiempo que no pasa, vive en los
sueños.
Primos con los que contactar
en esa época estival…venidos de la ciudad —la que ella soñaba alcanzar— «la gran aventura por vivir».
Sueño de vida, llena de
emociones, lejos del ambiente local donde crecía. Las bicicletas, los
interminables juegos de sol a sol… trepando por las montañas de costales de
trigo hasta alcanzar la cima, o hacer caer uno tras otro los sacos con la
consiguiente reprimenda —si llegaba a enterarse sobre la autoría— del dueño de
la pira.
Las charcas, las ranas…los
baños en las albercas. Toda una promesa de que el mundo era infinito y nosotros
inmortales. Sueños de verano, sueños que en el atardecer tomaron un color
sepia, guardados en hermética caja, reposando de una vida que mudó en otras
aventuras.
Sueños añorados. Se
volatilizaron al chocar con la realidad, quedando prendidos de una nube seca,
sin tormenta, sin lluvia. Relámpagos alumbrando el lado oscuro del letargo… ¡Qué
común y corriente es la realidad!
Relatos de sueños, para seguir
engañando a un mar de imposibles mucho más alucinante que todo lo recogido en
los cuentos de calleja…
Había una vez una calleja de
nombre Esperanza que, por esas cosas
del destino ha quedado borrada del mapa en el que un día estuvo ubicada. Desde
esa callejuela que a lo largo de décadas vio pasar personajes y vidas
desesperanzadas —mala elección del nombre—. Testigo de vidas truncadas que,
quisieron transformar aquella existencia. Por más empeño que se ponga en ello,
hay vidas de un solo carril que no permiten elección.
Han pasado los años y dejado
un reguero de bajas que solo el recuerdo engañoso hace creer en la bonanza de
que todo tiempo pasado fue mejor.
Aquel olor se aproximaba
despacio, como pidiendo permiso, con aires de promesa. Largos días al sol
irredimible de libertad, espacios abiertos.
El sonido que una gota de agua provoca en su resbalar, arrullaba el
sueño por el que se deslizaba un mundo del que había sido desterrado el ruido,
la prisa, la envidia…dando paso a una sana indolencia, a seres ocupados en sus
propios sentires, sin otro cometido que el de vivir en paz.
—Amelia, ¡a comer!
—¡No tengo hambre!, —respondió
ella.
La voz sonó en el eco de aquel
campo infinito, pero Amelia seguía inmersa en la paz de su sueño sin hacer el
más mínimo gesto. Su cuerpo no respondía a llamada alguna, en ese momento
ocupaba otro espacio, otro tiempo…
Una cebra le susurró: «si me sigues te mostraré el camino hacia lo
que con tanto ahínco estás buscando». La cebra no había dicho ni mú…bueno, lo que en realidad salió por
su boca llena de dientes fue una especie de: «bri…bri…bri…» —demostrado queda una vez más que, el idioma de los
sueños se acomoda al deseo del soñante—.
Un barco, una sirena, el
latido de un corazón varado en una playa sin mar…islas por explorar; la
explosión de una tormenta interior, sin rayos, truenos, ni ruidos… abocada a
desaparecer en un mar de nubes rojas, vagando hacia el universo, dejando tras
de sí una estela de decepciones, descubrimientos y experiencia sin examinar.
Nada sirve: ni los ejemplos, ni las enseñanzas… bri…bri…bri…
De nuevo la cebra, ahora, sin
rayas; su piel cubierta con lunares multicolores, mostrando a través de sus bris, bris…una sonrisa lastimera,
cínica, dolorida e insolente: «sube a mi lomo,
te mostraré las estrellas» …desde ahí, la caída en picado, sin nubes que la
sujetaran, sin rocas que lastimaran, solo un descenso hacia lo interminable,
sin fin, inconcluso…
¿Era sin miedo o pura inconsciencia? Persiguió estrellas que no dejaban rastro a
su paso, mudó de galaxia buscando lumínicos mares, encontró que la paz no
estaba adherida al trayecto, quizá, solo quizá, al final del mismo hallara un
universo alejado de la distopía que envolvía su estado actual.
Viajar a través no solo del
espacio, sino del tiempo…y, al final del camino, un sol redentor, sol de verano
eterno…sol…
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