VENERANDA

La casa de tejado bajo, estrecha fachada, ventanas diminutas, ocupaba un breve espacio en la esquina de la plazuela.
A simple vista parecía un cuchitril mal fabricado y, en realidad, eso era. Por todo lujo tenía una cocina con chimenea, un dormitorio y un pasillo que terminaba en un minúsculo corral poblado de trastos y algunas gallinas. En tiempos había tenido aposentado en un rincón del pasillo una mercería. Allí acudían las mozuelas a por sus lazos y puntillas, hilos, agujas y demás cachivaches con los que acicalarse.

Los inquilinos de aquella mansión eran tres: padre, hijo y una hija. El nombre de ella fue el opuesto a todo lo que sería su vida.

Se llamaba Veneranda «digna de ser venerada».

A la muerte del padre quedó cuidando de su hermano. Mientras él estuvo ahí, todo transcurrió con normalidad entre esa especie de nube suspendida que es el tiempo en una aldea mesetaria.

 

 —  ¡Veneranda! —Gritó una voz desde el umbral.

 —  ¡Vaaaa! «qué prisas y que desgañite, válgame el cielo».    

 —  A los buenos días, —suelta medio sin ganas la parroquiana cuando la ve aparecer tras el mostrador.

 —  ¿Qué se te ofrece esta mañana?    

 —   Mira, quiero un pasacintas para una enagua, pero ha de ser fino y elegante que es un encargo de la señorita Leocadia.

Veneranda trastea entre cajas; saca una con la tapa corroída por el tiempo y la humedad del chisquero.

 —   De aquí seguro alguna te sirve. Las encargué a Salamanca y son de lo mejorcito. Cualquier señorita de postín las lleva en su ajuar.

 

 La compradora rebusca entre varios carretes y al fin se decide por una.

 — ¡Esta! Tres metros y medio me vas poniendo si haces el favor.

 La tendera recoge el carrete, mide, corta…envuelve y entrega la mercancía con una sonrisa ladeada.

 — Aquí tienes. Qué todo vaya bien.

La parroquiana recoge el paquete. Sin mucha convicción, se despide, levantando la mano en un adiós acelerado.

Veneranda, en su cubículo, se queda pensando sobre lo fácil que es la vida cuando se está a solas. Clientas impacientes…la sacan de sus casillas.

 

Al atardecer aparece el hermano montado en su pollino. Ella le ayuda a quitarse las albarcas y los demás utensilios junto con la ropa mojada de haber trajinado todo el día entre surcos.  

—¿Qué hay de cena?

— Sopas de ajo y torreznos.

Se sientan en silencio a la mesa compartiendo las miserias de su vida.

Un día el hermano se retrasa. Ella, piensa que se le habrá dado mal la labor y que aparecerá más tarde. Cuando la noche se cierra sobre la aldea, empieza a sospechar que algo nada bueno debe de estar ocurriendo. Como no tiene vecinos a los que despachar sus pesares, se calza unas botas de goma de su difunto padre y tira camino al campo. Con un farol de la mano que apenas le sirve para ver donde pone el pie, llega a la finca. Detrás de unos matorrales, encorvado, con la cara pegada al suelo, encuentra a su hermano. Lo agita con desesperación…no hay respuesta…

Echa a correr con el apremio que da el miedo de no saber hacia dónde tirar.

Al funeral asistieron las cuatro viejas del pueblo y los chiquillos que no se perdían ni una, así fuera funeral, bautizo o boda.

Ella, lo despidió entre gritos y llantos, tan exagerados que, resultaban cómicos.

A partir de aquí y más sola que la una, empezaría un calvario que solo terminaría con su última boqueada.

Cantaba a gritos barriendo la puerta de su casa. Cerró la mercería. Se vestía de forma extravagante. Comenzó por colocarse adornos a mansalva, colgados de cualquier forma en sus ropas. Asearse no era su actividad favorita…

Cantaba…cantaba…cantaba…

Los chicos del lugar comenzaron a fabricar canciones con las que le agasajaban a diario. Golpeaban la ventana y puerta de su casa gritando:

—¡Guarra!

—¡Veneranda la guarra! ¡no se lava!

Una serie de lindezas todas con la misma temática.

Al principio pareció no importarle demasiado y lo dejó pasar. Pero como quiera que sea que toda paciencia tiene un límite, se cansó, se cansó de escuchar la misma cantinela a todas horas…

Cuando el envite de los muchachuelos colmaba su resistencia, salía corriendo tras ellos lanzándoles piedras. Esta batalla llegó a anquilosarse de tal forma que se convirtió en el pan nuestro —suyo— de cada día.

Cuando por el pueblo aparecía de tarde en tarde la pareja de la guardia civil ella iba y les relataba la historia. Los verdes asentían con prevención a lo que creían fantasías de la vieja. Jamás tomaron cartas en el asunto.

—«Hay un lazo azul en la ventana. Alguien debió ponerlo en la noche ¿Significa que mi hermano va a volver?»

Por el pasillo farol en mano una voz familiar clama su nombre: ¡Veneranda!

Ella se deja llevar entre lazos, puntillas y enaguas…

Los chicos que tanto calvario le dieron, la visitan ahora en su nueva casa…

Nunca falta en ella un ramo de flores.



















Comentarios

Publicar un comentario

Soy toda "oídos". Compartir es vivir.

Cuentos chinos

EL ÉXODO DE LA PALABRA

LOS ABRIGOS DE ENTRETIEMPO

SI TE HE VISTO NO ME ACUERDO

LA HUIDA

CÍRCULO SUSPENSO

NO HAY COLEGIO EN EL FIN DEL MUNDO

INDIGENTES INTELECTUALES: LA SIEMBRA

TIRAR LA TOALLA

SILENCIO

EL OJO DE LA CERRADURA