Una mañana más intenté hacer todas las cosas estúpidas lo más rápidamente posible, todas esas minucias impuestas por la ley de lo llamado imprescindible para lograr proyectarme en lo que realidad me importaba. Mi padre y yo tenemos una relación difícil y, en mi precipitación, corro el riesgo de que su obtusa forma de mirar relegue mi condición de hipotético favorito a un sucedáneo envasado al vacío. Anoche mi sueño fue peor que el de hace dos semanas en el que subía a un taxi cuyo conductor no entendía mis indicaciones y me depositaba en un campo baldío sin muestras de vida ni vegetal ni humana, solo un sembrado de cráteres que desprendían un olor nauseabundo. Miré hacia atrás, una cámara grababa cada una de mis huellas, quise romperla, pero, mis pasos, en el intento de acercarse a ella retrocedían con cada ensayo. Desperté; la sábana húmeda alcahueteaba lo ocurrido en mi habitación durante la noche, muy probablemente creado por el subconsciente que ahora quería florecer para