LA PUERTA I

 

Una mañana más intenté hacer todas las cosas estúpidas lo más rápidamente posible, todas esas minucias impuestas por la ley de lo llamado imprescindible, para lograr proyectarme en lo que realidad me importaba.

Mi padre y yo tenemos una relación difícil y, en mi precipitación, corro el riesgo de que su obtusa forma de mirar relegue mi condición de hipotético favorito a un sucedáneo envasado al vacío.

Anoche mi sueño fue peor que el de hace dos semanas en el que subía a un taxi cuyo conductor no entendía mis indicaciones y me depositaba en un campo baldío sin muestras de vida ni vegetal ni humana, solo un sembrado de cráteres que desprendían un olor nauseabundo. Miré hacia atrás, una cámara grababa cada una  de mis huellas, quise romperla, pero, mis pasos, en el intento de acercarse a ella retrocedían con cada ensayo.





Desperté; la sábana húmeda alcahueteaba lo ocurrido en mi habitación durante la noche, muy probablemente creado por el subconsciente que ahora quería florecer para restregarme alguna falla por el momento permanecía inescrutable.






Sentado en el tren camino de Londres pensé en todo lo vivido hace más de tres lustros, sin lograr discernir qué era lo soñado, qué era lo real, si aquello que circulaba por mi mente eran ensueños, deseos no llevados a cabo o una simple y mezquina realidad.

El tren hizo su entrada en la estación de London Waterloo donde todas mis fantasías se esfumaron entre una multitud de maletas, pies, pitidos y voces que no entendí.

Crucé el hall a la búsqueda de un taxi o cualquier otro transporte capaz de llevarme a la casa que había alquilado. El vacío era ensordecedor.

Volví al vestíbulo donde mis ojos tropezaron con una puerta de forma trapezoidal.   Transmutarse al otro lado asumiendo la pérdida de mi joroba fue, la última posibilidad sobre las opciones que pude adoptar.

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