LOS PARADIGMÁTICOS ASIENTOS COMPARTIDOS

 



Sobre el escenario a merced de dos focos que proyectan su haz de luz sobre ellas, aparecen inclinadas hacia el cometido para el que fueron diseñadas dos sillas de madera de pino, rústicas, aparentemente sencillas pese a la misión que de ellas ha de derivarse.

El muro se niega a ser cómplice y ofrece su lienzo como espejo del haz de luz; rehúsa proyectar la sombra de los asientos.

Dirigidos desde la sombra una voz en off guía a los futuros ocupantes de sendos tronos.

El primero se acerca temblando mientras va ganando los peldaños que le llevan hacia el que con toda probabilidad será su último asiento.

El segundo avanza con la cara iluminada por una sonrisa de resignación traída quizá por azar o para ser precisos por acontecimientos que, el universo intenta en unos casos ordenar, desordenar en otros, sobre el puzle diabólico de la absurda trama que les ha trasladado hasta este proscenio.

Cuarenta años ya desde el día en el que sonaran las trompetas anunciadoras de una paz de papel. De papel, puesto que, solo en él se recogió el momento que los intereses marcaban sobre un remate final que no era tal, que nunca lo fue.

Tras la cortina se aniquilaba, se torturaba, se violaba con la impunidad que confiere a cualquier acto al que no se la da reconocimiento y, queda tapado bajo una losa de iniquidad.

Cuarenta años ya y, parece que fue ayer cuando a tironetazos y porrazos, arrastrados hasta el inframundo, fueron depositados en una jaula infrahumana. Cuarenta años y un día.

El día en que de nuevo a empellones los sacaron del cuchitril inhumano en el que habían permanecido desde el día de su detención. Despojados de toda dignidad, entregados, sin rechistar, tomando posesión de su último asiento contra el indecoroso muro.

José iba murmurando el mantra impostado en sus cuerdas vocales desde el aciago día: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? …Por…qué...¡Por qué!

Luis sonreía pensando en el final, por fin, ¡el final, por fin! había llegado.

Tomó asiento con el rostro iluminado por la sonrisa vertical que se había adueñado de su cara.

Juan lo miraba sin comprender el motivo de su gesto, pensando en la enajenación que produce un largo y brutal encierro. Al final él también se hizo cargo de la silla vacía al lado de su compañero.

Fuera la silla, fuera la luz que iluminaba esta, todo confabuló para que Juan se mimetizara con Luis. En sus ojos apareció la sonrisa del ganador. Los dos habían ganado al tiempo. Habían ganado por fin el derecho de libertad que da el final del camino. Habían ganado…

Fue el momento de la victoria sobre el opresor a través del ofrecimiento que sus sonrisas marcaban. La peor ofensa para un tirano es no ver reflejado el sufrimiento de sus víctimas.

La sonrisa impresa como si un escultor hubiera cincelado en aquella obra macabra a través de la acción de sus herramientas una luz cegadora que ocultaba la negrura de una noche infinita… ¡Cuarenta tenebrosos años!

El verdugo accionó la palanca provocando con ello una humareda que ascendencia hasta detenerse en la garganta de aquellos dos desconocidos a los que el destino final quiso juntar en amistosa comunión.

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