PEPITA LA DE LOS PALOTES

Llevaba media vida dándole al palote…a los palotes que formaban esas dos varillas de metal terminadas en punta que, en cada intersección, iban componiendo un tejido en muchas ocasiones de dudoso gusto y peor función. Las mal llamadas agujas, inventadas para elaborar prendas dispares y en muchas ocasiones anodinas, cuando no horrendas que, una vez terminadas acaban en algún rincón de la casa donde nunca nadie volvería a tropezarse con ellas pasando al más recalcitrante de los olvidos.

En fin que, el tiempo en este caso se podría decir que era perdido, o quizá no, en cuanto servía a la hacedora para encubrir otros males mayores a la vez que alejaba su mente de situaciones que convenían ser olvidadas.

Pepita La De Los Palotes iba cada sábado y domingo a la sesión doble de las cuatro en el cine de su pueblo. Sabía tan de memoria los diálogos que bien hubiera podido doblar la peli; tanto era así que, tejía y tejía sin perder ripio ni de la peli ni de su labor, ambas tediosas por demás visto esto desde fuera claro porque para ella las dos pasiones la tenían en un limbo de paz envidiable.

En uno de los giros llevados a cabo por las púas uno de las puntas acabo insertada en el dedo corazón de Pepita La De Los Palotes…Curiosamente no sintió daño alguno ni la sangre acudió al lugar del accidente. El hecho no dejaba de ser extraordinario, pero, más aún lo era el lance que con ojos entreabiertos por la sorpresa contemplaba Pepita al ver delante de sus narices a la protagonista de la película, abandonado el escenario y al adonis que le encasquetaron como partenaire al que ella aborrecía, entre otras cosas, porque no podía soportar el aliento a albañal estancado que despedía el guaperas. Se plantó delante de la tejedora posando con suavidad su enguantada mano sobre la boca de Pepita a fin de evitar que ésta soltara un grito debido al sorpresón…

—No, no te preocupes, no estás soñando. Te veo aquí cada sábado, cada domingo y, desde hace tiempo venía trajinando en mi cabeza la forma de acercarme a ti.

—Pe…Per…Pero…

—Nada de peros. Mi intención no entraña nada obsceno, quizá arriesgado, eso sí, en cuanto a la posibilidad de que al aceptar mi oferta lo que encuentres al otro lado no sea de tu agrado. Nada más…y nada menos.

Pepita La De los Palotes enmudeció y aunque quería a toda costa contestar de su garganta no salía sonido alguno. Recogió como pudo sus varillas junto con la inacabada labor y salió despavorida del cine sin dejar de correr hasta llegar al portalón de su casa.

«Ha sido un sueño…ha sido un sueño…ha sido un sueño…» Se repetía una y otra vez con el propósito de convencerse así misma de que quizá se adormilara en la butaca del cine y lo que creyó vivencia fue solo producto de la ensoñación.

Pepita La De Los Palotes pasó toda la semana pensando en la peculiaridad de lo sucedido –suponiendo que aquello hubiera sido un suceso y no un incidente provocado por la soñolienta imaginación-. Agarró la bolsa de fieltro que contenía su inacabada labor y puso pies en camino del cinematógrafo.

Llevaba caminando más de una hora sin apercibirse de que el cine distaba de su casa poco más de quinientos metros. Más de tres horas deambulando sin tomar conciencia de lo que estaba sucediendo. Nadie en las calles. Nadie en los balcones. Nadie en las terrazas…

Un gato con características de cebra cruzó por delante de ella impidiendo que siguiera su marcha para no tropezarse con él y caer sin remisión contra las losetas.

—¿Qué estás buscando? —Preguntó el minino con sibilina sonrisa.

—El cine. —Contestó Pepita sin mostrar ni la mínima sorpresa ante el hecho de escuchar hablar al gato.

—¿Cine? ¿Te refieres al cine que se derrumbó hace más de setenta años?

A Pepita La De los Palotes se le derramó la bolsa de las lágrimas empapando su vestido de flores malvas. Ella no había soñado. Ella había estado en ese cine. A ella le había hablado la protagonista de la película. Ella tenía una labor a medio terminar…Ella…

Nadie en la calle, nadie en los balcones…

El gato rayado había desaparecido entre un mar de escombros de los que sobresalía un letrero de hierros retorcidos en el que aún podía leerse: «Cine La Terminal».









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