CAJÓN DE SASTRE
En los albores de un nuevo año
parece que entra como una especie de urgencia a la hora de hacer recuento de trescientos
días que han pasado —para bien o para mal— dejando un poso de difícil
calificación.
Instalada en un realismo
mágico del que comienzo a tomar conciencia y que empiezo a sospechar me
conviene huir para no caer en pesimismos inductores de estados poco
convenientes, prefiero creer que dos mil dieciséis en lugar de un año pésimo,
ha sido un año puente de aprendizaje,
intentando —no sé si conseguido— que todo ese bagaje adquirido sirva para
enmendar errores o como poco para no cometer los mismos. Lo peor de todo son
los propósitos de enmienda, terminan por quedar acomodados al final de un cajón
del que no consiguen salir ni a gritos, siempre a vueltas con los desapegos que
se anclan y no encuentran otra forma de vida que no sea quedarse en mi
existencia.
Nada permanece, todo es
mutable por más que cueste admitirlo en según qué circunstancias. El desapego
más terrible, el que más cuesta: asimilar que estamos solos —rodeados, o no—
solos para encarar ese accidente que es nuestra vida, solo queda la esperanza
de que esa soledad se vea reforzada con la energía que nos trasmiten aquellos
que de verdad nos quieren y están dispuestos a compartir su propio retiro.
Con la vana o quizá sustancial
intención de cambio, encarrilo a por otros trescientos días a los que no les
queda otra opción sino la de mejorar. Nuevos soles vendrán.
El error cotiza al alza en los
mercados de la emoción.
«Y
la vida siguió
Como
siguen las cosas
Que
no tienen mucho sentido
Una
vez me contó
Un
amigo común que la vio
Donde
habita el olvido»
—Sabina—
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