UMBRÍOS UMBRALES
Apareció en el umbral con el
aspecto de un viajero que hubiera atravesado las tempestades de siete mares.
Bastaba un simple y rápido
vistazo para entender que su aspecto frágil clamaba a engaño. A esa tímida
mirada se asomaba una mujer fuerte, acostumbrada a lidiar con lo que la vida
trae a diario. Sonríe con timidez, como si temiera molestar, quizá no sabe que,
una sonrisa es la mejor carta de presentación.
Pelo corto, estatura media y
una edad indefinida. En su cara los surcos que va dejando el poso de los años y
los daños. Reposada y nerviosa a un tiempo. En el transcurso de esa primera
impresión se delataría…
—Buenas tardes ¿Puedo ayudarla
en algo? —Pregunto.
—Buenas tardes —Contesta ella,
¿Ha devuelto alguien un bolso aquí?
—En el tiempo que yo llevo,
no. ¿Le han robado?
—No. Estaba sentada en un
banco del parque, me he levantado para ir al centro de salud donde esperaba mi
marido y me he olvidado recogerlo. Esperaba que alguien lo hubiera visto y entregado
aquí.
La conduje a mi despacho invitándola
a sentarse y a que me contase con detalle el episodio. El temblor de sus manos
reflejaba el estado de miedo en el que estaba instalada. Traté en vano de
calmarla explicando los pasos que me disponía a dar para resolver el asunto.
Llamada a la policía. Llamadas
a los bancos para anular las tarjetas de crédito…llamada a uno de sus hijos
para justificar su retraso…
Todas estas gestiones ocuparon
parte de la tarde. A medida que iba pasando el tiempo parecía alcanzar una
pizca de sosiego. Una vez terminados los trámites, nos despedimos, con el
compromiso por mi parte de volver a contactar para que me pusiera al corriente
de lo que yo esperaba fuera un final feliz.
Había transcurrido una semana
cuando al llegar esa mañana a mi despacho, encontré sobre la mesa una nota
entregada a uno de mis compañeros la tarde anterior:
—«Buenas noticas Lola, ¡Encontré el bolso! Una persona lo entregó en el
centro de salud. Había visto la nota con la cita médica y lo llevó allí.
Agradezco toda tu ayuda e intervención, sin la cual no hubiera podido llegar a
casa. Pasaré a agradecerte personalmente, pero quería hacerte saber que mi
pesadilla terminó. ¡Cuánta razón tenías al decirme que se sufre por cosas que
no llegarán a pasar!»
A los pocos días tal y como
había prometido se presentó con un desayuno fantástico. Siempre preguntando,
¿Molesto? ¿Interrumpo? Hechas las aclaraciones de que nada en su presencia perturbaba
mi estado, comenzó una conversación que se alargaría en los días posteriores,
pues siempre que la ocasión o su vida lo permitían pasaba a visitarme. En cada
encuentro iba trazando un mapa de lo que había sido su trayectoria y como vivía
en la actualidad.
—Mi marido está enfermo. No
acepta su enfermedad y me arrastra con ella al punto que la enferma parezco ser
yo.
—¿Cómo enfrentas tú eso?
—Mal. Intento llenar mi tiempo
con actividades, pero al llegar a casa todo mi optimismo se va al traste cuando
después de una queja tras otra…y otra…se agotan los recursos para seguir
«flotando».
—No sé muy bien que decir. En estos
lances es difícil opinar aun poniéndose en tu piel.
—La vida de las mujeres ya se
sabe: cuidadoras. Cuidadoras de hermanos, padres, hijos, maridos…difícil
cambiar este patrón…quizá las nuevas generaciones aprendan.
—Debo continuar con mi
trabajo. Nos despedimos hasta la próxima y, en ese abrazo va contenida la entrega
de una inmensa generosidad.
Había regentado un bar en el
barrio hasta su jubilación.
No sabe muy bien como el trato
con la clientela la llevó a una suerte de discreción manifiesta. Siempre fue
callada y algo retraída, cosa muy beneficiosa para el oficio: «En boca cerrada no entran moscas y mucho
menos moscones».
—¡Iluminada! —Grita una voz
fanfarrona desde un extremo del bar.
—¿Qué hay de ese café? ¿Te has
marchado a las Antillas a comprarlo?
Iluminada hace caso omiso al
comentario y continúa con la labor de preparar el pedido para este cansino,
maleducado, —asiduo por desgracia— cliente.
—«Un
día de estos lo mando a la mierda, a él, al bar y toda su parentela, ¡Qué
agotación, por el amor de una vida!» ...
Pero como en tantas ocasiones,
sonríe y tira p’á l’ante…
Un atardecer de un mes
cualquiera, mientras coloca todo el arsenal utilizado en el servicio del café,
copa y puro, se queda mirando fijamente a través de la sucia cristalera. No
clava la mirada en un punto concreto; vaga por entre los surcos marrones del
cristal. De pronto aparece un resquicio entre la negrura que parece susurrarle
al oído:
¡Escapa!
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