ATINOS Y DESATINOS


Sería cosa del destino, pero, la verdad es que era un desatino. No atinaba ni por lo más remoto a dar en el clavo.

—Voy a crear «La Escuela de los Desatinos». —Se dijo.

De experiencia ando sobrada, y, creo ser más clavo que martillo. Desde esta condición, difícil resulta dar en el primero cuando el poder lo ejerce el segundo.

—¿Qué haces con ese recipiente? —Preguntó Galatea.

Galatea no era ni de lejos el retrato de la estatua que creó Pigmalión. Su cuerpo tenía forma de manzana. Sus manos rechonchas y rojas, sus piernas corvas, y su nariz de berenjena, hacían de ella la antítesis de la creación del rey de Chipre.

Vera, intentaba «atinar» con el artefacto, poniendo en su contenedor un amasijo de ingredientes a fin de engendrar «algo» que no fuera un desatino. Pasaba las noches en vela ideando formas que la llevaran a crear —aunque solo una pizca fuera de lo común—, ese «algo» que escapara a lo conocido. Semanas, meses…cámara a la espalda…disparando a toda cosa, animal u hombre. Cinco rollos de película por revelar; debería ser original, evitar lo concebido… «imprevisible».

—Esto merece un descanso, un momento de meditación.

Encendió un cigarro, agarró una cerveza y se derrengó en el sillón junto a la ventana.

—Siempre la misma escena. Todo cambia para seguir igual. «Me estoy volviendo gilipollas».

Dio por terminado su momento de relajación; entró de nuevo en el cuarto oscuro. Lo tenía todo preparado y pensado por lo que pasó a la acción sin más meditaciones. Ni las piletas ni los demás utensilios parecían los mismos que la acompañaban desde los tiempos que llevaba dedicados al cuarto oscuro. Cada artilugio tenía el aspecto de recién comprado y desembalado en aquel preciso momento. Mezcló ingredientes…preparó papel…fijador…

—Manos a la obra. Esta será mi «gran creación».

A medida que ejecutaba el trabajo, iban apareciendo señales hasta entonces desconocidas. La luz roja se atenuaba por momentos. El revelador ascendía por la cubeta como si tuviera vida propia. Los rollos de película se enrollaban sobre sí mismos, el fijador se volvía azul por momentos…

—Mis atinos-desatinos, ¡Hola de nuevo! No quiero cámaras digitales, no quiero esos inventos del diablo que roban toda creatividad.

Ella, su «Lomo», traída de uno de los muchos viajes que su padre hizo a Rusia. Fotografía analógica en blanco y negro. No había nada mejor.




—Espero que se manifieste aquí y ahora el efecto Pigmalión en toda su plenitud. —Soñó despierta.

La influencia que su padre había ejercido sobre ella, todo de lo que era capaz, la había llevado por un camino de exigencia tal que, no se perdonaba el más mínimo error.

El papel se tiñó de negro. Poco a poco resurgían de él toda la paleta de colores existente. Entre un remolino de ondas surgió como por arte de birlibirloque una figura —no recordaba esa toma— desde el pergamino un hombre la miraba ¡Sí! ¡La miraba! La miraba reconociéndola, a través de unos ojos implorantes de los que parecían emerger una súplica pidiendo a gritos la salvación. Introdujo la lámina en la cubeta del fijador sin apartar la vista de aquella sombra invocante. Terminó el proceso. Al colocar el papel en la cuerda la figura se deslizó contra el suelo, formando primero un charco que fue transformándose en una masa…luego un bulto informe…hasta cobrar vida.

—Has de saber que yo soy Pigmalión y tú mi Galatea. Tu obra por fin, la obra de tu vida.

¡Ringggggggggg! La alarma sonó como si anunciase el fin del mundo.

—¡No llego, no llego, no llego!

En el cuarto oscuro las cubetas vacías esperaban para darle los buenos días.





















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