EL JARDÍN DE LAS AMEBAS

 

Cuando llegó a aquella ciudad, no tenía un plan claro sobre el cual sustentarse; a que se dedicaría, por dónde empezar. Caminaba descalzo enlazando calles, hasta que, se dio de bruces con un cartel mal escrito con el siguiente anuncio: «Se necesita predicador para los sábados noche». Y, es que, son las cosas las que nos encuentran a nosotros y no al revés.

Encaminó sus pasos hacia la puerta raída por el paso de los siglos; iba a llamar cuando ésta, como si detectara al visitante, se abrió ante su presencia. Al fondo del local una señora con más años de los convenientes para ejercer el oficio, la dura tarea del fregoteo y consiguiente recogida de inmundicias desperdigadas por mesas, asientos, suelos…intentaba dar lustre a aquel desvencijado mobiliario a golpe de bayeta.

—Buenos días. —Saludó.

—Buenos días. Está cerrado. —Contestó la barredera.

—La puerta estaba abierta.

—Puede, pero aquí no hay nadie, solo yo.

—He entrado por el cartel que hay en la puerta.

—Pues venga usté dentro de una hora, el jefe ya andará por aquí.

Mientras sigue deambulando, sorteando calles desconocidas, piensa en el anuncio. Sería un buen comienzo, claro que sería conveniente tener información sobre la clase de los hipotéticos personajes usuarios de aquel tugurio.

Las siguientes dos horas transcurrieron sin apercibimiento del tiempo que había pasado. Trató de encontrar de nuevo el local por el laberinto de calles pateadas hasta dar con él. La puerta se encontraba abierta como la vez anterior. Dentro del local al fondo una figura alta, delgada, le hablaba a la limpiadora mientras un cigarro iba consumiéndose entre sus dedos poblados de anillos.

Él, se acerca, da las buenas tardes y, sin preámbulo, pregunta por las condiciones del anuncio.

—¿Usted es predicador? O al menos, ¿Contador de fábulas?

—Creo que sé contar historias del porvenir.

—Estas son las condiciones: cena, un tres por ciento de lo que se consuma mientras dura su actuación y un camastro en el almacén. Si acepta y logra que la clientela tolere su espectáculo será usted admitido en mi local.

—Acepto.

La noche en la que debutó, entre el público, no muy extenso, se encontraba un grupo de doce amigos, reunidos para celebrar la definitiva ausencia de un decimotercero. Habían llegado hasta allí con la pretensión de encontrar en aquel local del que poco conocían sino por lo escuchado de paso, a un auténtico predicador, no a uno cualquiera, querían a alguien capaz de hacerles creer que sus predicamentos eran la auténtica raíz de la verdad.

Se apagan las luces de la sala; en el escenario un haz ilumina la figura del contratado. Comienza la función.




—Buenas noches. Diletante soy en este lugar, espero sepan perdonar los fallos que pudiera cometer pues no estoy acostumbrado a relatar mis historias desde un escenario como este. Deseo que mis historias, lleguen, o les hagan pasar un rato del puedan extraer algún valor que les lleve a reflexionar, o en su caso, de no ser así que, al menos les sirva de distracción.

«Existe un lugar donde la gente se reúne con el único fin de ser feliz no se hacen distinciones por razón alguna de condición todo el mundo es bienvenido y entre todos ayudan en la tarea de conseguir el mayor bienestar y placer mientras dura su estancia».

Mientras los parroquianos escuchan lo que acaba de relatar el presunto contador de fábulas, los vasos, a punto de agotar su líquido, vuelven a rellenarse por algún mágico motivo que a sus dueños se les escapa.

Entretanto, el predicador va relatando historias, quizá vividas, probablemente inventadas. El grupo de los doce ve como sus vasos jamás llegan a vaciarse. Así transcurre la noche. Cuando la luz del escenario se apaga, un integrante del grupo va en busca del predicador.

—Ese jardín del que hablas ¿Está lejos? ¿Nos llevarías a él a mis amigos y a mí?

—La distancia es subjetiva. Pero contestando a tu petición, sí, por supuesto.




En la cuarta mesa de la cuarta fila se sienta una mujer morena. Por su aspecto parece no rebasar la treintena. Observa con lupa cada movimiento que se produce en el antro. En el ínterin, fija su mirada en el escenario tomado por el predicador, cuyo aspecto trae a su cabeza el recuerdo de algo ya visto, ya conocido a lo que no es capaz de poner luz por el momento.

Y el conferenciante sigue con su relato de aquel imaginario jardín donde la gente se reúne bajo el manto de protección que da creerse felices.

Ella apura su copa, en la distancia, un cruce de miradas con el exponente; la copa aparece rellena hasta el borde.

—¿Qué coños pasa aquí? ¿Quién es este personaje?

Por un segundo se siente empujada a largarse, pero sobre ella pesa la ineludible carga de acceder al predicador, tratar de averiguar si lo que sospecha es cierto o por el contrario son meras arbitrariedades o ensoñaciones…

Uno de los doce amigos le hace con un giro de cabeza al compañero que tiene a su izquierda, una seña apuntando en dirección a la chica.

—¿Has visto ‘eso’? —en referencia a la mujer sentada en la cuarta fila—¡Joder! ¡Impresionante! Podríamos invitarla a que sentara con nosotros.

—No sé —contesta el otro—puede que en sus planes no esté sentarse a la mesa con un rebaño de tíos.

—Por probar…

—Haz lo que te dé la gana, pero a mí no me metas en tus líos…

Y en el escenario sigue el discurso sobre las bondades del jardín…

Entre incrédulos y esperanzados cuando el ponente termina su predicamento, los doce se acercan a él expresando su deseo de seguirle hasta el mágico jardín.

El sol de otoño seguía asolanando aquellas tierras tal como si fuera verano. Creía mejor idea retrasar la marcha a fin de sentir verdeguear los campos y encontrar el agua que no hallaría ahora en los caminos secos, cubiertos de polvo. A pesar de que en otras épocas las sequías habían atacado fuentes y pozos, aquellos trances se habían tomado como algo temporal, circunstancial, que pasaría y, así fue. No sabían entonces que pasados los años aquello se cronificaría. 




El refrán «nunca llueve a gusto de todos» fue cambiado por «si llueve, llueve para todos, llueve a gusto de todos, incluidos aquellos a los que no les gusta la lluvia».

El actor seguía en aquella cavilación acuosa cuando las luces del escenario enfocaron su rostro, el de un hombre que llegó un día sin planes, sin ánimo de atraer, arrastrado por la marea del deambular sin rumbo. Fue entonces cuando tomó conciencia de su aterrizaje en el jardín de las amebas. Una inundación de estos seres había precedido su llegada adentrándose por cualquier recoveco que encontraban, llegando a las profundidades de los seres, vaciándolos de todo raciocinio o hipotético rastro de inteligencia que hubieran podido poseer en el pasado.

¿Qué podrían entender de sus predicamentos si dentro de su cabeza reinaba la oscuridad del vacío?

Predicar en un jardín de amebas era hacerlo en el desierto terreno baldío en el que nada puede echar raíces, prender o dar fruto.

El jardín del placer había desaparecido en la brutal sequía del pensamiento. El grupo tras días de marcha por eriales perdidos, al descubrir lo que para ellos fue una pantomima, dieron fin al predicador al que no se molestaron siquiera otorgar sepultura…

No sabe el modo en el que llegó a aquel bosque que no figuraba en mapa alguno. Sus pies teledirigidos sin posibilidad de elección depositaron allí su osamenta. A medida que avanzaba los árboles parecían querer juntarse estrechando el camino cada vez más angosto. El cielo gris tornaba a negro imposible divisar desde ese panorama un atisbo de luz que allanara la marcha hacia una improbable salida. Al predicador se le había secado la tinta para escribir sus discursos sabatinos.

Los cementerios están llenos de cerebros que se secaron a la luz de una lámpara en el intento de escribir su égloga con un más que dudoso resultado, al que se llega observando su tálamo final, en el que al lado del infeliz aparece un tintero seco, una pluma desplumada junto a los restos de polvo de papel.

Él ya no acertaba a dirigir su discurso a unos ficticios concurrentes, ni con metáforas de lo que hubiera podido ser y que había quedado sepultado en el fondo de un tintero, ni con mensajes directos.

Con las escasas monedas recaudadas en el bar de las amebas elaboró un plan: «Invertiré este dinero en escavar la tierra, haré nuevos pozos, nuevas acequias por donde correrá el agua que riegue un oasis interminable…»

 

Al tercer día del mes tercero de la tercera era…resucitó…

Cuando las cortinas de sus ojos se alzaron, los ojos negros de la mujer que había ocupado la cuarta mesa de la fila cuarta, le saludaban. En el interludio los largos dedos de su mano borraban algunos de los finos pliegues formados sobre la cara de un resucitado que, nunca estuvo del todo en el más allá…




 

 

 

 

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