UN CRUCERO FANTASMA
Fue poner el pie en el primer peldaño de la escalinata que conducía a la nave y, simultáneamente, sentir como un irreconocible frío tomaba posesión de él. Renato no dio importancia alguna al inconveniente mientras seguía saltando de escalón en escalón. El buen juicio del que este ser no era precisamente titular, habría aconsejado tener en cuenta esa ventisca interior, pero, dicho está, Renato era muy a su pesar un temerario juez de sí mismo.
Una vez instalado en su
camarote dedicó treinta segundos carentes esmero a vaciar su mochila; apenas
cuatro indispensables para aquel viaje que preveía corto. A saber, cuatro
pañuelos perfumados de los que jamás se separaba, un par de fotografías, una
pluma y una libreta que a decir verdad usaba poco o nada. Terminada la
intendencia y con las tripas anunciadoras de la falta cometida con ellas a la
hora de tranquilizarlas, las interfectas se arremolinaban unas a otras
proporcionando un ruido a la estancia que, cualquiera que hubiera transitado en
ese momento por el pasillo habría confundido aquella música con una tormenta
marina.
Sentado a una mesa del
restaurante desde donde un anodino camarero tomó nota del pedido, Renato, en la
espera a ser servido, dedicó a echar una ojeada a aquel habitáculo que, no
prometía nada porque había perdido el esplendor del que quizá disfrutó en otro
tiempo.
Cuando el mesero se acercó a
servirle las viandas, de nuevo el frío, un frío vacilante, indeterminado
recorrió su esqueleto de arriba abajo. Y de nuevo no le prestó atención alguna.
Terminada la cena dejó aquel desvencijado antro y, ya en el exterior, con el
sol anunciando su retirada en presencia de alguna estrella perdida en el
horizonte, apoyado en la barandilla el frío volvió a centrarse en él. Esta vez
no pudo escapar a su presencia, la aparición heladora traía consigo la figura
de una mujer desdibujada por las sombras que la ocultaban en el blanco y negro
de la pasarela.
Renato sostenía con tanta
fuerza la barandilla que parecía querer arrancarla. No sabía muy bien porqué el
miedo instalado en él, en aquel momento, le impedía dar un paso o articular
siquiera una palabra para dirigirse a la supuesta sombra, supuesta mujer…todo
supuesto, pues nada era claro en aquella escena.
El contorno de la figura fue
tomando forma a medida que abandonaba la sombra donde había permanecido hasta
ese momento. Se acercaba a Renato, en el ínterin, éste había apretado tanto la
barandilla que en su mano aparecía la marca a rayas de la misma. Y, el frío, el
miedo de nuevo haciendo presa de él…
—Al fin doy contigo.
—¿Quién eres?
La sombra se deshace de la
capa que cubría su osamenta…Renato quiere gritar, pero su voz parece
secuestrada por un posible efecto marino y grita, sí, pero hacia dentro.
—Acompáñame. —Susurra con
empalagosa voz impostada la sombra que, ya ha dejado de serlo para tomar forma
ante los ojos desorbitados de Renato.
—Creo que prefiero quedarme
aquí contemplando el mar.
—No era una invitación. Es una
orden. Sígueme.
Renato siente que ya no es
dueño de sus pies, de su voluntad o no sobre la marcha, sigue a la figura a
sabiendas de donde es conducido.
La figura sujeta la mano de
Renato, va descendiendo la escalinata que termina en las ondas del mar…pone
primero un pie en el agua…después el otro, camina sobre las olas llevando
consigo a Renato que, ya no se resiste, y las dos figuras se diluyen entre el
océano y la infinita puesta de sol.
En ese mínimo instante, Renato tomó conciencia de los sucesos acaecidos en el pasado; en el hasta entonces estado corpóreo, ahora transmutado en espíritu, en los que un día amaneció colgado y congelado.
La
sombra, refugiada en el provocador frío de la indiferencia, caminaba por un
mundo mudo, sordo a los últimos ruidos metálicos que habían arrasado la escasa
parcela de tierra viva que aún quedaba. Reina de un reino que nadie podría
arrebatarle.
—Si de verdad quieres que vaya en pos de ti, has de afinar la melodía. Conozco tus deleznables composiciones. Merezco algo sublime, —Intentó gritar Renato mientras aplicaba contra su nariz uno de los perfumados pañuelos que le habían servido en su largo recorrido para evitar el hedor del mundo.
Quizá lo colgaron por sus pésimas composiciones. Quizá más le habría valido a Renato un medio de transporte más terrenal.
ResponderEliminarCreo que se hubiera ahogado igual, aun sin agua...
Eliminar