RULETA RUSA
El sedicente mayestático y cínico —apodado «el acelga»— tenía una frase recurrente ante cualquier acto de su vida:
—«No me aceleres que se me pasma la idea».
Con la que en su
ignorancia pretendía ir amaestrando tormentas. No ayudaba mucho el que se viera
así mismo como inteligente, sexy y guapo añadiendo que dichas condiciones le
llevaban a la extenuación.
Le apodaron acelga por su cara
de un color amarillento verdoso y, porque siempre pareciera estar a punto de caducar
por mala conservación. Como si hubiera estado mal protegido…
No puede decirse de él que
fuera un encanto. Aquel día el grupo había quedado en un campo a las afueras del pueblo
para lo que en principio se presuponía iba a ser un juego. Por un mal hadado día, el
juego, se convirtió en tragedia, y el tiro que debería haber sido de aire
llevaba incrustada una bala perdida que rebotó entre el esternón y la tráquea
del mayestático, seccionó la vena cava y parte del nervio vago.
Cayó de bruces, de suerte tal
que, su nariz quedó estampada cual molde contra la arena negruzca que inundaba
el campo tras la noche en la que había caído el diluvio universal.
Tendría que haber sido un juego,
pero la vida es una comedia que muda a tragedia con resultado de ruina en un pis-pas, sin previo aviso y sin acuse de
recibo.
Él advirtió que los otros
huían. El fusil dormido a un lado parecía ajeno al incidente acaecido, como
escaqueándose de los restos de la pesadilla.
Lo más curioso del caso es que
nadie se preguntaba por los hechos de los causantes, sino que en la
animadversión declarada hacia el herido los comentarios hacían a este
responsable de su desdicha.
La tarde se convirtió en una procesión de uniformados tautológicos primos hermanos de alguna especie de papagayo hiperbólico. Cargado el interfecto en el furgón negro del anatómico forense, este, hizo maniobra de arranque, maniobra violenta no se sabe si por lo caduco del vehículo o por la inexperiencia del conductor; lo cierto y seguro es que, con el empellón, el finado esbozó una sonrisa ¡Sí! Por extraño que parezca sonrió. Iba escuchando la conversación de los cancerberos pensando que sí estaba muerto y, como nunca antes había experimentado dicha condición no podía saber si en estado de óbito era posible escuchar o sonreír.
Era su primera vez como fiambre.
¡Qué sabía él lo que sí o lo que no podría experimentarse!
Siempre usó la pirámide de Maslow en sentido invertido, eso, o es
que, algún lerdo profesor no supo explicarse bien.
El secarral que hacía las
veces de camposanto recibió el escuálido séquito sin emoción. Pasados los días, semanas…uno de los
cuidadores de la necrópolis al cruzar por delante de la tumba de «Acelga»,
escuchó con claridad meridiana la voz que emergía a través de la losa:
—«Ya tardan en volver para
desenterrarme…»
Mira que nadie decirle al acelga que las armas las carga el diablo. Y si por algún inverosímil lo desentierran, cuando los de las palas vean su color natural epidérmico, seguro que lo vuelven a cubrir de tierra.:))
ResponderEliminarUno de los defectos de los "guapos" es el de no hacer caso a los espejos. Viven en espejismos mortales. Para cuando llegue el desenterrador -si es que llega- la enajenación de su presunta belleza habrá tocado fondo.
ResponderEliminarHumor negro el tuyo, Consuelo, hasta lo de llamarle Acelga. ¿Qué final puede tener una acelga amarillenta? El cuidador poca prisa se da. Me temo que Acelga tendrá que acomodarse como pueda a su destino definitivo.
ResponderEliminarMe alegra comprobar a través de vuestros comentarios la impresión sacada del escrito. En principio no era había intención de humor en él, pero así son las cosas y así se han contado. Creo que al cuidador se la trae al pairo el destino de «acelga», vamos, que se hace el sordo ante el reclamo y ¡quién sabe! igual al tercer o cuarto día termina por resucitar. Agradezco de verdad tus comentarios. Un abrazo, María Pilar.
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