ELVIRA Y EL IBUPROFENO
Tras la innumerable letanía de
pruebas, nadie hasta el momento había conseguido desvelar el origen de aquella
carga que asolaba la vida de Elvira.
Elvira, camino de la farmacia,
va pensando en que quizá se esté pasando con el ibuprofeno y el remedio
convierta en enfermedad lo que empezó siendo algo pasajero hasta llegar a
cronificarse, trastocando una vida si bien lasa, en maléfico sinvivir.
—Una caja de ibuprofeno, por
favor Blanca, —Pide a la farmacéutica a quien conoce desde hace años.
—¿Otra, Elvira? ¡Pero si te
llevaste una el lunes! —Contesta la boticaria.
—Sí, pero ya ves hija mía, ¡Este
maldito dolor de cabeza qué acabará por volverme loca!
—¿Qué te dijeron en la última
revisión médica?
—Yo creo que los galenos andan
en este asunto tan perdidos como yo. No saben si puede ser una alergia, algo
endémico, psicosomático o… ¡Qué sé yo!
Mientras Elvira desgrana el
rosario de sus males, una mosca se posa en uno de sus brazos recorriéndolo como
si buscara en él dónde quedarse a vivir. De un manotazo, Elvira, aplasta al
insecto y un hilillo imperceptible de sangre corre por su brazo hasta detenerse
en un lunar que pasa por el efecto, de marrón a rojo. Elvira saca un pañuelo de
su bolso, seca el derrame, da las gracias a Blanca y se dispone a salir de la
botica, mientras en su atolondramiento una idea que no la abandona sigue
hirviendo en su cabeza: Bruno.
Tumbada en la azotea de su
casa mientras intenta concentrarse en la lectura del libro que, sin resultado
positivo, acuna entre sus manos; contra las baldosas, como un meteorito se
estrella el sonido punzante del timbre de un teléfono…aunque el escándalo que
provoca el ruido del aparato tensa su cuerpo poniéndolo en alerta, Elvira, se yergue
con la parsimonia adquirida de los últimos tiempos, acusada por la dolencia
insoportable que reina en su día a día.
—¿Hola? —Elvira descuelga el
auricular que por el momento permanece mudo.
—¿Hola? —Repite mientras un
ruido indefinido se va acercando a su oído.
—¡Hello baby! —Grita una voz
repleta de entusiasmo.
—¿Bruno?
—¡Yes! ¡Of course! ¿Quién
sino? ¿Acaso esperabas a otro? —Grita entre risas Bruno.
—Pero ¿Qué haces en la ciudad?
¿Tú no andabas perdido por la Patagonia?
—Volví anoche. Estoy deseando
verte. Tengo algo que proponerte y que no permitiré que rechaces.
—¡Ufff! Miedo me dan tus
proposiciones, locas siempre, por no decir estrafalarias.
Bruno ríe con ganas al otro
lado del teléfono, en tanto, cierra la cita con Elvira en una tasca del barrio
postinero al que siempre acudían cuando el tiempo fue otro y las circunstancias
eran propicias.
Cuando Elvira llega al lugar
de la cita dispuesta a entrar en el figón, una mano detrás de ella se posa en
su cintura atrayéndola hacia sí, al mismo tiempo que deposita un beso entre el
recoveco que va del cuello a la oreja, acto que deja a Elvira entre asombrada y
complacida.
Son amigos de esos denominados
«de toda la vida» por lo que nada tiene de asombroso la forma en que Bruno se
toma según que licencias, licencias que a veces Elvira frena para no pasar a
mayores, aunque a veces ha soñado que…
Sentados a la mesa, Elvira
mira con una mezcla de admiración y recelo a Bruno pensando en que loca idea
traerá en esta ocasión con el agravante de incluirla a ella.
—Bueno, tú dirás. ¿Cuál es el último
disparate que ha pasado a formar parte de esa cabeza pensante y que al parecer me
encuadra?
—¿Disparate? Para nada es un
disparate. Quiero que hagas la maleta y te vengas conmigo, que salgas de este
letargo y aventures tu porvenir al menos por un tiempo largo, corto, intermedio,
eso, lo decides tú.
—De entrada: NO. Pero, y solo
por curiosidad insana ¿Dónde se supone que daría lugar a esa «aventura»?
—Patagonia. Es el lugar
perfecto para perderse por lo que es el lugar perfecto para encontrarse.
Sigue el toma y daca de los
pros de uno y los contras de la otra, cuestión que queda resuelta cuando
descorchan la tercera botella de vino. Entre la deliciosa bruma que provoca el
alcohol, los encantos de Bruno que no son solo los que saltan a la vista,
Elvira, va perdiendo fuerza en su negación y termina por aceptar la propuesta
de su amigo.
PATAGONIA
En medio de la nada, rodeado
de maleza, asomaba el chamizo del que colgaba un rústico letrero: «BAR». Un camarero desdentado pone ante ellos
un vaso opaco relleno de ron. A través de años de observación el tabernero ha
adquirido tal sabiduría que, para cuando los parroquianos van a abrir la boca
él ya conoce la pregunta. Nada más ver la cara de Elvira ya ha leído sus
pensamientos y, de paso, tomado conciencia de su mal. Sin ceremonia alguna indica
a la recién llegada con un movimiento de cabeza a traspasar la cortina desjironada
al final del chamizo. Sentada con la mirada dirigida hacia el infinito se
sienta una mujer a la que así, a bote pronto, se le podrían calcular más de
cien años.
—Siéntate, indica a Elvira la prehistórica
abuela mientras frota sus arrugadas manos de las que cuelga una especie de
amuleto con una cara de mono incrustada en el trozo de madera que lo conforma.
La vieja posa sus manos sobre
la cabeza de Elvira durante unos minutos en los que va recitando un mantra que
solo ella conoce.
Bruno observa en silencio; él
sabe. Sabe del conocimiento ancestral de estos seres perdidos en el confín del mundo.
Sabe que Elvira volverá a su tierra libre del peso demoledor que ha acompañado
su vida.
ELVIRA Y SU FARMACÉUTICA:
—¿Qué tal Elvira? ¡Cuánto tiempo
sin aparecer por aquí! ¿Vienes por tu ibuprofeno?
—No. Necesito un protector
solar para tenderme en la azotea con todos los libros que me queden por leer.
Adiós al ibuprofeno. Ya no dependo de él.
Elvira sale de la farmacia,
toma un taxi. En la tasca, sentado a la mesa, la copa llena, espera Bruno con
una lista de proposiciones —honestas— que ella no podrá rechazar.
Interesante relato. Siempre tuve curiosidad por las formas antiguas de medicina que aún subsisten gracias a la tradición oral.
ResponderEliminarGracias por compartir.
Gracias a ti por tus comentarios, es muy gratificante saber que te gustó. ¡Saludos!
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