EL LETRERO

 

A aquel país de iletrados irredentos llegó un mandamás en el año de la luna de hace ya un lustro. Comprobando que no existía indicación alguna que ayudase a moverse por aquel lugar apartado de todo le dio por montar una fábrica de letreros.

Sus asesores-consejeros quisieron hacerle ver que de poco iba a servir colocar letreros indicativos de lo que quisiera imprimir en ellos para unas gentes que jamás en sus espléndidas vidas se habían topado con letra alguna.

El gerifalte hizo caso omiso a la par que oídos sordos a la recomendación de sus asistentes disponiendo todo lo necesario para el inicio del negocio que al cabo de cuatro semanas comenzó a emitir los primeros tabloides.

Comenzó por elaborar una primera que nombraría las calles eligiendo para ello nombre de frutas: «Calle de la Manzana», «Calle de la Piña Colada», «Calle del Melón…del Mango…del Plátano…»

Así hasta juntar una cincuentena.

Para la segunda remesa se le ocurrió que tal vez estaría bien bautizar las calles por la forma o condición para lo que fueron concebidas tales como: «La calle de la Fortuna», «La calle de la Nieve» …la del Pozo…La Despeñagatos…La del Humilladero…La de las Lavanderas…oficios y adjetivos dieron nombre a otras cincuenta o más de las calles de aquella ciudad que hasta ese día había vivido tan ricamente sin necesidad de tales atributos maderiles.

Cuando el jefazo hubo concluido su insigne —según él— tarea, se dirigió al que sin título podrá ser reconocido o tenido como una especie de alcalde que dirigía reuniones con todos los vecinos a fin de apuntalar cometidos imprescindibles para el funcionamiento del pueblo.

Se presentó ante él con este rimbombante anuncio:

—Soy Don Camelio de Rocas de Almañaque y Pedroñeras Altas de Madrigal.

El sucedáneo alcaldeso se quedó en el sitio sin pronunciar palabra ni emitir gesto alguno, solo preguntó al altisonante por el motivo de su visita.

El ampuloso explicó su proyecto henchido de orgullo con una satisfacción que no venía a cuento sino más bien a descuento a tenor por la cara que se le iba quedando al aprendiz de edil.

Con todo esto último lejos de rechazar de plano la propuesta incluidos los gastos dinerarios y después de hacerle ver lo inútil de la misma, preguntó si aquella iniciativa correría a cargo de los pobladores o era un gesto altruista de parte de D. Camelio.

—Me comprometo a que los cien primeros letreros sean una donación mía hacía ustedes. Si la iniciativa resulta exitosa para los siguientes habremos de conformar una tasa que repartiríamos al cincuenta por ciento.

Aun con todas las reservas el candidato a corregidor accedió. Comenzaron a colocarse los letreros ante los ojipláticos transeúntes que ni idea tenían de lo que significaba aquello ni a cuento de que venía.

Y como quiera que sea que nunca llueve a gusto de todos al Munícipe le picó el gusanillo, lo insustancial lo agarró por el pescuezo y vio todo aquello como lo que pese a su inutilidad resultaba decorativo.

Con lo que de esta forma aceptó seguir con el plan del terrateniente consiguiendo así que la ciudad se poblara de letreros de cabo a rabo.

Los habitantes de aquel territorio siguen a día de hoy sin saber para qué sirven unos artefactos que llevan en sí incrustados signos absolutamente desconocidos para ellos y a los que no encuentran utilidad, solo saben eso sí de los maravedís que han tenido que depositar en la bolsa del corregidor.

Una calle serpenteante al final del pueblo luce el siguiente rótulo: «CALLE DEL OLVIDO».

Cada desgraciado vecino que se aventuraba a transitarla por entero desaparecía sin dejar rastro.

Nadie sabe desde su condición de iletrado lo que relataban los diarios sobre una historia que bien habría podido inscribirse en los letreros de una prisión.

Comentarios

Cuentos chinos

HAY UN POBRE EN LA ESQUINA

DUELO

LUNARES EN LA LUNA

REVERBERACIONES

SACRILEGIO

EL POZO

INTERMITENCIAS

ODA A UN CULO

LA PUERTA DE ATRÁS