EL LAMENTO DE LA SÚPLICA
Detrás de los ojos del implorante
habita escondida una súplica silenciosa por miedo a que la claridad desvanezca
el propósito primero. Suplicar es rendirse ante el enemigo invisible que
ostenta el poder. La súplica lleva el incombustible disfraz del miedo que no es
otro sino el de un bajo amor a sí mismo.
Hay quien suplica amor como si
estuviera pidiendo unos zapatos nuevos para presumir en la feria. Hay quien
simplemente suplica por un techo y un plato de comida: estos han perdido el
miedo; el miedo quedó engarzado en la imperante necesidad del subsistir. La
tabla del debe y el haber ha de contener un equilibrio. O
mejor: un desequilibrio en el que, el debe,
gane en esta ocasión al haber.
«Debo todas las suplicas de
cien años de existencia por no haber suplicado ni cuando quizá, solamente quizá
en vaya a saberse que ocasión, debería haberlo hecho» …
Una de las humillaciones más atroces que existen es la del ruego. Convierte al practicante en vasallo caído y derrotado por su propia cobardía…hasta que, llegado el día entre montañas y cimas superadas, viene a dar de bruces contra la lanza redentora que surge en el alcor y que ilumina su oscuro proceder. El nacimiento inesperado de amor propio termina enterrando al ser pusilánime que fue hasta entonces. La tierra habló; de la cumbre de la montaña surgió una nube en elevación con grandes letras doradas:
—«No serás más un suplicante; tu condena acaba aquí».
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