SACRILEGIO

La irreverencia de Manuela solo era eso: irreverencia; por más que sus convecinos lo tildaran de sacrílego. Desde que en una procesión de semana santa a la que ella no acudía, pero que veía desfilar a través de su ventana, quiso la mala fortuna que le acompañara la ocurrencia de echarse a reír al ver pasar aquel séquito de damas enlutadas sosteniendo para sí o contra sí un enhiesto cirio, como si la poca luz que emitía la vela fuera una metáfora de su sin saber. A Manuela todo esto le sonaba a circo y para ella lo irreverente era el ataque y la profanación que con ello se hacía hacia la inteligencia de otros seres, esos, los que no eran proclives a tales procesiones ni manifestaciones.






Como quiera que la historia lleva sus propios procesos y el universo se confabula en su ayuda, ocurrió que llegando a su casa con el cántaro apoyado en la cadera que venía cargando desde la fuente, vino a tropezarse con el cura, figura de relevancia y sometida a reverencia por aquellos lares y época.




—Buenos día Manuela.

—Buenos sean y tengamos.

—Me gustaría hablar contigo unos minutos si lo tienes a bien.

—Pues mire usté, ni a bien ni a mal…es que no se me aviene de que puedo hablar yo con usté, ni hablar, ni ninguna otra cosa, ya puestos…

—No seas déspota mujer. Sabes bien cuál es el motivo de mi petición.

—Pues le digo más: ni lo sé, ni falta que me importa. Si me deja, el cántaro pesa, y quiero dejarlo descansar a la par que yo en mi casa.

El cura viendo la dificultad para entablar cualquier tipo de juicio con Manuela la siguió hasta el umbral de su casucha y con fingida indolencia se acodó en el quicio de la puerta rogando para sí que la interfecta se dignara prestarle atención.

Manuela deposita el cántaro en la cantarera de madera fabricada hace un siglo por su bisabuelo Matías del que probablemente había adquirido la carga genética que la alumbraba.

—¿Puede saberse que hace usté acodado en mi puerta? ¿Es qué no le ha quedado cristalino que no tengo que hablar con usté, cansino?

—Mira Manuela por más que te obceques mi misión en este mundo es el de redimir almas a la deriva, y no cejaré hasta que me hayas escuchado.

—¿Quién le ha dicho a usté que yo soy un alma a la deriva? Váyase por donde ha venido y déjeme a mí con mi alma que las dos nos llevamos de puta madre y no nos metemos con «naide».

El cura erre que erre con su sermoneante perorata. A Manuela se la empiezan a ensanchar las carótidas, y los ojos otrora medio cerrados por la luz del sol, aparecen como los rayos de un relámpago. No se lo pensó ni pizca. Agarró el cántaro recién lleno ensamblándolo contra la cabeza del tonsurado, poniendo así fin a una conversación que nunca debió ser requerida. De resultas que a día de hoy ya nadie la conoce ni la reconoce por su nombre de pila.

—¡Mirad! ¡Ahí va la sacrílega! Vociferan al verla pasar.

A Manuela lo único que de verdad le pesa es haber roto un cántaro lleno de historia; de los que ya no se fabrican. Todo lo demás es puro teatro.











 





Comentarios

  1. Buenísimo y yo te aplaudo. Con qué chispa sabes contar lo que encierra verdades como templos y nunca mejor dicho tratándose de un tonsurado.
    Un abrazo.

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    1. Se podría contar de forma más ácida, pero calculo que el resultado pudiera llegar a dar algún problemilla. Gracias María Pilar a tus comentarios. ¡Un abrazo!

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  2. Me caen bien las personas como Manuela. Son esas personas las que deciden dar ese gran paso.

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    1. Aunque el relato es pura ficción, yo he conocido alguna que otra "Manuela", y digo al igual que tú, que me encantan las personas que no genuflexionan ante nada. ¡Saludos!

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  3. Hola Consuelo,
    Creo que no te había leído nunca, si no es así mis disculpas. Soy muy despistada.
    Me ha encantado el texto, el tono, la historia y cómo la has narrado. Muy bien escrito y muy bien acabado. ¡Enhorabuena!

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    1. Muchas gracias por leerme, sea o no la primera vez. A mi natural despiste se une el descontrol que me supone bloguers.net. Me armo unos líos tremendos. Espero que podamos seguir en contacto. ¡Saludos!

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