CORAZONADA: «EL HOMBRE QUE OLVIDÓ TODAS SUS CONTRASEÑAS».

Ptolomeo ordenaba sus papiros con primoroso cuidado. Tenía registrados en las estanterías de su biblioteca más de diez mil, según cálculos, papiro arriba papiro abajo.

Para facilitar la tarea de dar con el que quisiera consultar en un preciso momento colgó de ellos una etiqueta definitoria del contenido, etiqueta que todo hay que decirlo, duraba lo que un caramelo a la puerta de un colegio.

Bastaba una apertura de puerta para que el despliegue volandero formara una nube de papel. Ni que decir tiene si el descuido era abrir una ventana, aquello quedaba convertido en un terremoto plieguecil.

Cada vez que esto ocurría debía empezar de nuevo a etiquetar estantería por estantería. A raíz de este desafortunado hecho sus ídem comenzaron a amanecer del color de la plata, que a su «querida» Cleo, más que alertarla sobre lo poco o nada atractivo que estaba siendo el paso del tiempo con su «querido», lo que hacía era provocarle un dolor de cabeza peregrino; para mejor decir el ficticio dolor «peregrinaba» de una a otra estación sin ánimo de calma.




Cleo guardaba todas las claves de la biblioteca en un lugar inaccesible: su cabeza. Desde ahí sin que —Ptolo para los amigos— se apercibiera de las consultas que ella y sus amigos íntimos realizaban en la biblioteca utilizaba esta a su medida y antojo. Era una suerte de claves creadas por ella misma que facilitaba el encuentro en segundos de la obra a consultar, una forma mucho más sofisticada que la rudimentaria creación de Ptolomeo.




Desde que a Ptolomeo le diera por este hobby de coleccionar papiros, a Cleo, en sueños le vino a visitar una especie de corazonada, aviso, intuición… «a una mujer prevenida no la pilla el carro» …

Al despertar aparecía nítidamente el aviso soñado. Se encaminó a su estudio y puso en acción la premonición. No andaba desencaminada pues poco tiempo después, Ptolomeo que no conseguía dar con nada de lo que buscaba en la biblioteca le preguntó:

—Cleo, no consigo encontrar nada de lo que necesito consultar en la biblioteca. ¿Recordarás por casualidad, o no, donde se ubica el tratado sobre serpientes venenosas?

—Ni idea. Sabes que yo de tu biblioteca no conozco ni el nombre.

Cleo que ya andaba en amoríos medio secretos medio abiertos con un tal Marco, tenía todo bien calculado. Leído con ahínco el tocho por el que su marido le hubo preguntado, aquella misma noche mientras este dormía, se acercó de puntillas al lecho del poco avispado Ptolo, y con sumo cuidado destapó la cesta de la que un brillante áspid se deslizó ocupando el lado derecho del tálamo.

Al sepelio acudieron los sabios de toda Alejandría, lamentándose de la desaparición no solo del desdichado, sino que con él se iban todas las contraseñas de búsqueda en la biblioteca.

Detrás de la comitiva cubierta con velos de negra gasa, una Cleo pletórica, sonreía: «Mi reino por una biblioteca». Ptolo, —susurró— no has de sentir tu partida, de seguro que encontrarás tus claves en otra dimensión.




 

*Nota:

La idea para el título de este post surgió de un tuit de @demiguelr: «El hombre que olvidó todas sus contraseñas». Quiero dejar constancia para no incurrir en plagio. Aparte del título el resto del texto es de mi autoría.

Gracias.







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