NAÚFRAGOS DE DUDAS
Las tres de la tarde y todo
sereno como continuación a una noche turbia. Una calma chicha que mantenía en
vilo cualquier esperanza de tranquilidad.
—«No
huyas cobarde» —dicta la voz del pensamiento a uno de los
interfectos.
Demasiado tarde para volver la
cabeza. Aquello que había comenzado como una aventura se iba convirtiendo en
una auténtica pesadilla.
—Una noche de perros, gatos y
toda la fauna junta —piensa Anacleto.
Estos cuatro Jinetes del
Apocalipsis —cualquier parecido con ellos no es pura coincidencia—, querían
cambiar el mundo. No consiguieron cambiar ni su comunidad de vecinos. Después de
las cinco guerras sin cuartel, establecidas para gloria y vergüenza ajena entre
ellos, la cosa acabó como el rosario de la aurora: cada mochuelo a su olivo y
dios o satanás en la casa de cada uno. Ni uno solo de los cambios prometidos en
ínclita campaña llegó a consolidarse.
—Si lo llego a saber no vengo
—reflexiona Luis Ignacio.
—¡Pues anda que yo! —dice
Cristóbal.
—Mi mujer me ha dejado por un
flagrante escritor. Dice que él al menos sabe hilar una frase con otra…
—¡Mujeres! —comenta Nicolás.
Los cuatro jinetes cabalgan
desjuntados. Sus jumentos derrengados tiran tainas al aire. Reniegan de su
carga. Un ruido lejano se acerca poco a poco; va tomando forma de algarabía.
Los pollinos asustados se libran de la carga y huyen despavoridos. Desparramados
por el suelo, cuatro caudillos sin medallas.
—¿Hacia dónde huir? —se
preguntan.
La indecisión puso punto y final
a esta película de guion fatídico, con actores de tercera y un director nefasto.
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