EL SECRETO DEL 7º C
Dos timbrazos seguidos. El sonido de las dos llamadas que emitió el timbre de la puerta la sacó de golpe del ensimismamiento en el que estaba sumida desde hacía varios días por culpa del libro que una amiga le había prestado. Con paso lento, desganado, maldiciendo la interrupción, se dirigió a la entrada. A través de la mirilla, más que ver, intuyó la figura de un hombre. La primera impresión que daba era la de un tipo bien vestido. No lo conocía de nada.
—¿Quién será? ¿Qué querrá?
Con todas las dudas que suscita
el miedo a lo desconocido abrió la puerta el breve espacio que permite el largo
de la cadena puesta por prevención.
—Buenas tardes —saludó el
desconocido.
—No compro nada; no me
interesa nada. Gracias.
—No vendo nada. Me gustaría
hablar con usted un momento si me lo permite.
—¿Sobre qué? ¿De qué podría yo
hablar con alguien a quién no he visto en mi vida? ¿Es usted testigo de Jehová?
—Entiendo su reticencia, pero,
si me deja unos minutos para poder explicarme…
Había colocado el pie en el
espacio abierto, decidida a dar un portazo sin más explicación. Algo, no sabía
qué, se lo impedía. Aquel hombre no daba el perfil de un maleante, y, su
interés por hablar con ella estaba comenzando a impacientarla, ¿o a
interesarla? Bien podría ser un ladrón, un asesino en serie, un…—apartó este
último pensamiento.
—Yo viví en esta casa, —soltó
de sopetón. No quiero molestarla y mucho menos disgustarla. Entiendo su
postura. No me conoce de nada.
Por la rendija abierta tendió
una tarjeta con su nombre y teléfono.
—Si en algún momento cambia de
opinión, estaré encantado de relatarle lo que me ha traído hasta aquí.
—Gracias. —Fue todo lo que
dijo mientras empujaba la puerta.
El resto de la tarde la pasó
pensando en el extraño. Por momentos con la tarjeta del desconocido en la mano
estuvo tentada a llamarle.
—¿¡Estoy loca!? Un tipo que
aparece por sorpresa en mi casa, yo, ¡pensando en hablar con él! Loca de
remate.
Semanas después la tarjeta
seguía sobre la mesa del comedor:
No podía parar. ¡Un abogado!
¿Qué era «eso» al parecer tan importante que tenía que contarla?
—¿D. Leonardo Llagaría? No
dispongo de mucho tiempo —se curó en salud por si el encuentro resultaba
incómodo. Conozco una cafetería tranquila donde mantener una charla sin
molestias ni ruidos. ¿Le viene bien esta tarde alrededor de las seis y media?
—Estaré encantado. Me alegra
que se haya decidido, prometo no robar más tiempo del necesario.
Cuando entró en el local, él,
ya se había sentado a una de las mesas alejada de la barra y semiprotegida por
una columna.
No hubo saludos ni protocolos.
Ella, inquieta. Él, apremiado por la postura de ella, necesitaba ser preciso y
breve. Sintetizar al máximo.
—Hace más de veinte años yo
viví en la que ahora es su casa. No tema. No voy a relatarle mi vida. Todas las
épocas tienen sus momentos de paz y de guerra. Por aquel entonces tenía el
«vicio» de escribir. Me relajaba. Emborronaba cuadernos sobre los que plasmaba
pensamientos unas veces, otras, eran productos de mi imaginación. En la mudanza
desaparecieron. Nunca he pensado en un extravío, más bien en un olvido. Mi
intención al aparecer en la puerta de su casa no era otra que preguntarle si
cuando usted llegó los había encontrado. Puede que todo esto le resulte nimio,
pero, para mí tiene la importancia de un pasado que me gustaría recuperar, y
con ello, la memoria de aquel tiempo…—se interrumpió.
—¿Por qué no me preguntó esto
directamente? ¿Acaso cree que doy acceso a mi casa a cualquier desconocido?
Bastaba haber preguntado por ello.
—No vi la ocasión de hacerlo.
La cuestión planteada en forma de pregunta no habría tenido resultado. Era
necesario explicar el porqué de mi presencia.
Resuelto el enigma, ella,
adoptó un tono más relajado. Tanto se había comido la cabeza elaborando mil
historias sobre el desconocido que, por fin el estrés de las últimas semanas la
abandonó.
—Llevaba un tiempo viviendo en
la casa cuando encontré los cuadernos. Habían quedado escondidos entre el hueco
de una estantería que necesitó ser remodelada. Confieso haber leído parte de
ellos por esa curiosidad insana que nos lleva a querer saber de los demás en
ocasiones, más de lo conveniente. Espero que de entre todas las historias allí
contadas las que aluden constantemente a un niño sean producto de la
imaginación del escritor y no autobiográficas.
—Un tiempo que ya pasó, —fue
toda la respuesta de él.
—Entiendo. No es mi intención
indagar. Cuando pueda o quiera puede pasar a recogerlos.
—Agradecido.
Anunció su visita para la
próxima semana. Tenía previsto un viaje que no podía anular.
Dos timbrazos seguidos. Tras
la puerta un hombre joven de aspecto desvalido, saluda, pregunta ¿Doña P…? ¿Es
usted?
—Sí.
—Vengo a recoger el encargo de
D. Leonardo Llagaría, mi padre.
—¿Por qué no ha venido él?
—Desapareció hace más de tres
meses. Sin rastro. Yo también viví aquí.
—Pase, por favor.
Cerró la puerta tras de sí.
Una ráfaga de aire abrió de golpe la ventana, empujó el libro que estaba
leyendo contra el suelo. La estancia vacía inundó los aposentos de la casa de
letras voladoras.
El viento se encargó de todo
lo demás.
Sin rastro.
Muy bueno e interesante, como de costumbre. Saludos.
ResponderEliminarMuchas gracias, F. JaBieR por tus comentarios tan amables. Me alegra saber que te gustó. ¡Saludos!
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