CAPERUCITAS FERRARI


Aparece en su ‘Ferrari Testarossa’. Piel morena. Pelo negro. Ojos azabaches. Ella mira de refilón desde la butaca que ocupa en la terraza del paseo marítimo.

Primer prejuicio:

—«Guapito con aires de querer impresionar». —Piensa.

 Pero no. No. Nada en él hace presagiar tal cosa; ni sus andares, ni los modales que expresa cuando se acerca a la barra y le pide al camarero una botella de agua.

Ella observa con disimulo cada movimiento.

—«Se mueve como si estuviera en una pista de hielo».

Él, la ha elegido sin que ella tenga el menor atisbo sobre sus propósitos.

En algún lugar había leído: «Ten cuidado con lo que deseas, puede convertirse en realidad». ¿Lo había leído? ¿Se lo había escuchado a alguien?

¡Qué más daba!

«Una forma de evitarlo es cargarme cualquier conato de deseo» —volvió a pensar.

La cuestión era vencer el miedo a desear, a las consecuencias del deseo.

Él, se acerca. Sin pedir permiso toma asiento a su lado.

—¿Crees en la magia?

—¿Qué tipo de pregunta trampa es esa? («¡Qué previsible! ¡Cuándo yo me digo que no hay que fiarse de los guapos… ¡ah!»).

—¿Y tú? ¿Abordas siempre así?

—Es una forma tan válida como cualquier otra. Si comienzo por el final me crees menos.

—¿De qué vas?

—Soy el genio de una lámpara maravillosa.

—¡Ah! ¡Haber empezado por ahí! Ahora sí, ahora ya creeré en todo lo que me digas.

—Me encanta el sarcasmo. Yo mismo lo utilizo a menudo, pero esta vez te equivocas. Conmigo, te equivocas.

—Pues nada. Es mi tarde de suerte —seguro— ya puedes comenzar a usar tu «magia», estoy preparada —dijo carcajeándose.

—Entiendo tu reacción. No es fácil creer en lo intangible, en que un desconocido aparezca sin previo aviso y te lance la proposición de ser dueña de pedir tres deseos.

—Mira. Lo siento. No sé lo que buscas ni me importa, pero, te juro que en mi vida han intentado ligarme así.

—¿Esa es tu impresión? ¿Qué estoy intentando ligar? Hay una forma de averiguarlo: ponme a prueba.

—Como broma tengo que reconocer que es ingeniosa…pero…comprenderás…

Aburrida como una seta en aquella tarde tediosa, aceptó seguir el juego. Tiempo tendría de dar marcha atrás y largarse si la cosa se ponía fea.

—La propuesta: elige tres deseos. Con cuidado. En muchas ocasiones el primero lleva implícito los dos siguientes. Piénsalo.

Era un juego. Lo sabía. Nunca se había parado a pensar en la posibilidad de realizar un deseo, un sueño. Descubrió que no sabía desear. ¿Cuál era su sueño incumplido? ¿Qué deseo podría cambiar su mundo?

—No lo sé. No sé qué deseo.

—Es un buen comienzo. La mayoría de las personas quieren la paz en el mundo…dinero…erradicar la pobreza…incapaces de admitir que lo primero a cambiar es lo que habita en cada uno de ellos.

—¿Insinúas que el principal deseo es la espiritualidad?

—Sin principios, de nada sirve atesorar cosas inútiles.

—«¡Madre del amor hermoso lo que no me pase a mí!» —se aplicó con saña un pellizco en el muslamen para tomar conciencia de que no estaba en su cama, soñando o alucinando.

—Tengo uno. Un deseo. Quizá no se pueda llamar así, pero en este momento es el único que viene a mi mente. Advierto: nada espiritual, nada moral y mucho menos, ético.

—Escucho.

—Deseo la «desaparición» de alguien.

—Bonito eufemismo.

—¿Y?

—Concedido. Ahora bien, recuerda lo que dije al principio: con todas sus consecuencias.

Y el deseo fue cumplido. Y esta Caperucita se comió al lobo. Transgredió todo principio moral y ético. Se cargó doscientos siglos de moral cristiana. Y vivió feliz por los siglos de los siglos a bordo del Testarossa.

Con moraleja o sin ella:

«Nunca te fíes de las Caperucitas Ferrari».


























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