RÍOS DE TINTA



Desde la orilla opuesta llega una melodía no identificada. La música le hace retroceder a otros tiempos que, no por pasados fueron mejores. Sentado sobre una piedra cubierta por un manto de musgo, este, hacía del sillón improvisado, un mullido asiento. Escribía, emborronaba, volvía a reescribir lo garabateado.

—No puede ser. —Decía una y otra vez como si con ello quisiera convencerse así mismo.

En aquel lugar habían transcurrido los mejores y los peores tragicómicos momentos de su poca habitual vida. No era huraño, no era antisocial, no era introvertido. Solo anhelaba una paz que el mundo le negaba. Él, tan libre. Él tan independiente. Él, tan poco pendiente de lo que el rebaño denominaba “vida”. Él, no era de este mundo, fabricado sobre embustes y enredos que no entendía.

La lenta cadencia con que la música iba entrando poco a poco hasta inundar el espacio, lo transportó a una nueva zona, irreconocible, azul, libre; un campo hasta ahora oculto.

El miedo que siempre había estado presente en sus andares, desapareció. El manojo de cuadernos acumulados desde… —no acertaba a recordar cuanto tiempo llevaban junto a él— eran sus únicas pertenencias. Levantaron el vuelo y, cual urracas, comenzó así una salmodia de todos los cánticos encerrados entre líneas.

Ya no le temía a nada.

Ya no.

Era libre.

Al fin: libre.

 






























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