LAS PUERTAS DEL SILENCIO
Unas horas en el «pájaro de acero» separaban la «puerta»
a dos realidades contrapuestas. La primera, vivía a la sombra de su ombligo. La
segunda, luchaba por un reconocimiento en primera división. Ninguna cejaba en
su empeño.
Piedrasantas se encontraba en
el paraíso cada vez que aterrizaba en ese lugar del mapa. Otra cosa era el
entendimiento con la peculiaridad de los personajes ajenos por completo al
desconocido mundo que él habitaba.
La primera mañana de su
estancia anduvo en la ocupación de descubrir por andurriales en los que más de
un valiente no se hubiera atrevido a zambullirse, nuevos hallazgos de la
civilización que ocupaba el territorio. Fue como sumergirse en una máquina del
tiempo. Lo que veía, lo que intuía, todo sonaba a «Déjà vu».
La inquietud que avanzaba
desde su estómago hasta la médula no dejaba reposo; andando sin descanso vino a
toparse con una monumental puerta labrada de imponentes goznes y siete
cerraduras. Miró por el agujero de una de ellas; al tiempo que pegó su nariz
contra el labrado de la madera, ésta, se abrió de par en par atrayendo su
cuerpo como si levitara. Al principio, un sonido irreconocible seguido de una
voz gutural lo llamó por su nombre. Un humo azul ascendente dio paso al curioso
personaje que habitaba en los sueños o leyendas de siglos de literatura.
Desconcertado, no sabía que pensar, tampoco importaba mucho. Poco podía hacer
para manejar los acontecimientos que siguieron a esa especie de abducción. En
el transcurso de la aventura jamás pudo imaginar que tal suceso pudiera darse —menos
a un personaje tan anodino tal cual era él—.
—¿Me buscabas? Aquí me tienes.
—¿Y tú quién eres?
—Tu conciencia; esa que
consultas siempre en momentos en los cuales te encuentras perdido. Mi poder
sobre ti es infinito. Puedo hacer ver y sentir cosas inimaginables a alguien
como tú. Puedo darte el poder de cambiar ese peso que te domina y que no sabes
manejar.
—No sé de qué me hablas.
—Claro que lo sabes; es tu
cobardía la que frena ese poder dormido a la hora de enfrentar la realidad.
Piedrasantas, cayó en un
semiestado de apoplejía y atrofia de toda actividad cerebral.
—«Estoy soñando».
Pero no, no era una
alucinación. Escapar de aquel ambiente esquizofrénico era su único deseo por el
momento. Paralizado, sin armas con las que defenderse no le quedó más opción
que la de seguir hundido en aquel dislate y atento a las palabras de tan
singular personaje.
—Te concedo tres deseos. El
primero: valentía; el segundo: integridad; el tercero: poder para cambiar
acontecimientos.
Piedrasantas estaba rendido.
Lo único que quería era echarse en su cama y que el zarandeo de alguien lo
trajera de nuevo a su realidad. Puestas las dudas sobre lo que estaba viviendo
—o soñando—, a todo dijo: «Sí».
La puerta se abrió y el humo
azul desapareció dejando una estela de incertidumbre. Él, teletransportado,
cayó como plomo sobre su cama. Su viaje había terminado. Embaló sus cuatro
zarandajas, pidió un taxi y aterrizó de nuevo en la otra parte del mundo que
ahora le correspondía cambiar.
«El
respeto al derecho ajeno es la paz».
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