PRUDENCIA
—¡Prudenciaaaaaaaaaaaaaaa! —Grita
la madre por enésima vez.
—¡Prudenciaaaaaaaaaaaaaaa! —Nada,
ni caso, o es sorda, o se lo hace, acaba con mi paciencia, con mi prudencia y
hasta con las ganas de vivir. ¡En qué momento elegí yo ese nombre! ¡válgame el
cielo!
Prudencia que ni era sorda, ni
mucho menos prudente, siguió como el que oye llover.
—«Va lista si cree que voy a hacer
honor a este ridículo nombre que me impuso con la mayor de las imprudencias».
Sentada a una máquina de coser
desvencijada que se caía a trozos, la madre continuó llamándola a gritos. No
había caso. Prudencia no hacía acto de presencia.
—El
pedido urgente por entregar. Los demás encargos a medias…y Prudencia sin
aparecer, ¡esto no es vida! Yo, que siempre me sacrifico por ella, yo, que solo
miro por su bien, yo…—Murmura la madre.
Prudencia cruza el oscuro
pasillo —tres horas más tarde— con una cesta colmada de setas.
—¿Se puede saber dónde te has
metido? Hay un montón de tarea pendiente y yo sola no llego ni de lejos. —Lanza
como un rayo la madre.
—Cogiendo setas anduve.
—¿No serán venenosas? Por
favor te lo pido, deja ya de perder el tiempo en naderías y ayúdame con la
labor. Primero la obligación y luego la devoción.
—Preferiría no hacerlo.
—¿Qué has dicho? ¿Te has
vuelto majara de repente? ¡Qué te pongas de una vez a la tarea!
—Preferiría no hacerlo.
Prudencia con toda parsimonia
se dirige a la pila donde lava las setas. Agarra una sartén, enciende el fuego
y se dedica a cocinar los hongos.
Su madre mira la escena como
si contemplara a una banda de marcianos que hubieran tomado su cocina. No da
crédito.
Con el guiso a punto de
caramelo, Prudencia, agarra un plato desconchado, —como todo en esa casa—. Pone
en él una buena cantidad del condumio y se lo ofrece a la madre.
Se acabaron los gritos, los
maldecires, las retahílas que llevaba soportando desde que tenía uso de razón.
A partir de aquí, un silencio mudo inundó la casa.
—«Las imprudencias se pagan, madre».
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