EL LARGO Y CÁLIDO INVIERNO
Abría el armario destinado a guardar los atavíos invernales,
una y otra vez, calculando el tiempo que pasaría esperando para poder estrenar
el último par de esquís que le habían
regalado por su cumpleaños. La nieve, aquel año, tardaba en hacer aparición,
ella, se impacientaba.
Le gustaba el invierno, las pistas de nieve, todo lo
relacionado con practicar deporte en la montaña. Agarró sus guantes, se caló el
gorro hasta la nariz, introdujo su delgado cuerpo en el anorak rojo rodeado de
piel.
—¡Me
piroooo!...
—¿Qué
forma es esa de hablar? —preguntó la madre.
—Perdona
mami, se me escapó. Todos mis colegas hablan así, y, al final se pega…
—Me
es absolutamente indiferente como lo hagan ellos. Si de verdad tu personalidad
es capaz de mimetizarse con cualquier cretinez o vulgaridad, ándate con
cuidado, al final serás una más del montón. No creo que sea eso lo que tú
quieres, ¿verdad?
—No,
mamá. Tendré más cuidado a partir de ahora. ¡Bye, Bye!
—Ahora
con anglicismos. No puedo con ella. —Susurró entre dientes la madre removiendo
por quincuagésima vez la cucharilla en la taza.
Una
música metálica y estridente hizo que diera un respingo en su sillón.
—¿Quién
es? —pregunta la progenitora con insoportable
indolencia.
—¿Y
usted? —contesta una voz aflautada.
—He
preguntado yo primero. De todas formas seas quien seas, Eda, no está. Ha salido
dejando el móvil olvidado.
—¡Uf!
Habíamos quedado para ir al cine; no ha llegado y ahora sin móvil creo que va a
ser difícil encontrarla. Por cierto, soy su amigo Enzo. Si pasa por casa dígale
que la estoy esperando.
—«¿Quién
será este Enzo, y qué se traerá con él?». —Cuelga el teléfono con un simple
adiós, cavilando sobre el asunto.
La
niña no cuenta nada, la niña no hace confidencias de ningún tipo. Se limita a
adoptar una postura que no le dé problemas con su autoritaria madre.
Estaba
anocheciendo. Eda no había aparecido. La madre entre enfadada y preocupada era
incapaz de concentrarse en la lectura. Fue el timbrazo del teléfono de mesa el
culpable del salto que se llevó por delante libro, taza…
—¿Dígame?
—¿Es
la casa de los Sres. De…?
—Sí.
¿Quién llama?
—Soy
el inspector de policía, D…
En
ese momento es como si a la madre le hubiera caído una roca de cien kilos
encima. Se quedó muda, incapaz de pronunciar palabra.
—Sra.
¿Sigue ahí? ¿Me escucha?
¿Qué
podría querer un inspector de policía? ¡Qué estaba pasando!
—Perdón.
Escucho —es todo lo que acertó a decir.
—Se
ha producido un atropello en la avenida principal. La niña que ha sufrido el
accidente ha sido trasladada al hospital H…en su cartera aparece esta
dirección.
—¿Qué?
¿Cómo está? ¿Qué ha pasado? ¿Está bien? ¡Por favor! ¡Dígame qué está bien! —grita la madre entre llantos.
—No
lo sé Sra. Lo siento. Solo sé que la han trasladado al hospital H.
—Gracias. —Cortó de un manotazo la llamada; salió disparada a la calle, brazo en alto,
pidiendo a gritos un taxi.
Cruzó
la puerta del hospital como un huracán.
—¿Dónde
está mi hija? —gritó.
Una
enfermera se acerca intentando poner calma en ese vendaval que recorría el
cuerpo de la madre.
Enzo
aparcó el coche —que había tomado sin permiso— en el garaje. Agarró la
manguera presa del pánico que recorría cada uno de sus músculos.
—«Hay huellas
que no se pueden borrar».
Desfallecido subió a casa. Dio las buenas noches y se
encerró en su habitación.
Todo
colocado en su sitio. El armario impertérrito con sus atavíos invernales, esperando
por un cálido y largo invierno sin fin.
Y
todo se derritió alrededor…
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