APARIENCIAS
Iba cada domingo a misa de 8.
Madrugón impuesto con la
convicción de que en el más allá serían perdonados sus «ligeros» pecados.
Recogida, postrada de
rodillas, con los ojos cerrados, cualquiera que observara su postura pensaría
que había entrado en trance.
—«Solo te pido valentía» —recitaba
como un mantra.
Tan sumida en su divagar que,
no advirtió los ojos clavados en ella, escondidos tras la columna que había
junto a la pila bautismal.
Depositó sus monedas en el
limosnero con gesto de quién está donando uno de sus órganos. Salió a la calle.
En la puerta, el mendigo que habitaba ese suelo sacro, extendió la mano en
señal de petición, ella, con la suya enguantada, dejó caer a sus pies, evitando
que la rozaran, un par de monedas.
—«En lugar de pedir y pedir y
pedir… podrían dedicarse a trabajar, ¡banda de gandules! Solo quieren vivir a
costa de los demás».
Enfiló hacia su casa. Parada
en la panadería donde era conocida desde el día que pisó este mundo.
—Buenos días, señorita P… ¿lo
de siempre?
—Sí. —Contestó sin el menor
atisbo de simpatía.
En el rellano la «asaltó» el
octogenario que tenía como vecino.
—Huele raro, ¿No le parece
señorita P?…
—A alguien se le está quemando
la comida. —Contestó a la velocidad del rayo para quitarse de en medio al
viejo.
Había heredado la casa junto a
una fortuna que, podría haber disfrutado de no ser por su condición miserable.
Una fortaleza donde andaba perdida, sola, y sin más compañía que la sala de los
arcones, donde cada 13 del calendario, y de manera puntual, adjuntaba a su
particular «colección» otro desarraigado que nadie demandaría.
Su altar, sus estampitas, sus
velas la reclamaban. Rezando hasta el amanecer.
—«Estoy libre de pecado.
Dedicada a «limpiar» la inmundicia del mundo».
La sombra que la había seguido
de camino a casa, apareció a su espalda izándola como a un trapo…el viento que
acompañaba al espectro la lanzó por el gran ventanal que daba a la plaza
empedrada.
Los arcones implosionaron; el tufo
invadió toda la casa. En el suelo de la plaza bailaban sombras alrededor de su
«benefactora».
Ella, tan pía, tan bien
educada en el temor a dios, tan de buena familia, tan benefactora de los
desarraigados; jamás aprendió a amar en cualquiera de las formas manifiestas
del amor. Ella, tan miserable, aparentando bondad, piedad y generosidad. Jamás
tuvo para ningún ser del universo alguna de estas cualidades. Vivió como el más
mísero de los seres; la miseria era su única virtud.
Una fortaleza de quinientos metros
para un alma mezquina que no supo agradecer todo lo que el universo le había
concedido.
De una de las esquinas de la
plaza emergió una voz:
—«A
veces las apariencias no engañan».
Ambición de podredumbre, ese
fue su leitmotiv. En su lápida quedó incrustada la siguiente leyenda —con
seguridad obra de un sobrino agradecido a la pedrea que le cayó de la difunta—:
—«Aquí
yace una buena cristiana que dedicó su vida a los más desfavorecidos».
En el rellano, los vecinos
congregados por el acontecimiento, repetían al unísono:
—«Las
apariencias no engañan».
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