DONDE MENOS TE LO ESPERAS
Había trasladado sus huesos
hacía más de veinte años a aquella isla hasta ese momento poco explotada.
Cuando llegó, el islote era un
auténtico paraíso de apenas cuatro chozas mal hilvanadas. El tiempo, esa buena
meretriz, fue corrompiendo el espacio con la llegada de huéspedes que, poco o
nada albergaban en cuanto a paz pudiera corresponder.
Los autóctonos, rubios, altos,
fuertes…practicantes a rajatabla de una endogamia impuesta por las
circunstancias del hábitat y la imposibilidad de contacto con otros posibles
grupos de cuya existencia no tenían ni la más remota noticia…hasta que un buen
día vino a varar en una de sus orillas un velero ocupado por tres navegantes
morenos de piel y pelo. La antropofagia seña de identidad de una parte de la
tribu tubo la incruenta consecuencia biológica de dar con una mezcla de casta
en la que se mezclaban el color de la piel, del pelo…toda una nueva fisonomía
que desconcertó a aquel grupo intranquilamente feliz que fue en el pasado.
Rezaron a la luna. Ofrecieron
presentes a sus dioses. Mientras, los nuevos seres ya no conservaban la rubiez
ni la fortaleza de antaño. De costumbres relajadas —no impuestas— unos eran
antropofágicos y otros vegetarianos…estos últimos siguieron con descendientes
rubios, fuertes…etc…mientras que los primeros se desesperaban al ver asomar una
cabeza negra antecedente de un cuerpo del mismo color.
Y se mezclaron las lenguas, y
no acertaban a entenderse, y la batalla por la comida y el pedazo de tierra
correspondiente convirtió lo que había sido un paraíso en un infierno…y las
explosiones del terreno se sucedieron, y las aguas anegaron un tercio de la
isla …menos espacio, más hambruna, más seres en un ámbito cada vez más reducido
peleando por su territorio, por su comida, por su color de piel…
El pecado ya estaba cometido,
no cabía enmienda. El mal se convirtió en endémico sin solución, pues no
conocían la salida ni siquiera la existencia de otros territorios a los que
huir.
El gurú de la tribu vaticinó
un terremoto…y sí, éste llegó, no en forma de destrucción del terreno, sino que
sacudió los cimientos de las almas entregadas a la vida que ya no era,
incapacitadas para aceptar la nueva era que les había pillado así, a contra
mano, sin aviso, sin piedad.
«Donde
menos te lo esperas, puede estar el final de una raza» —o el
principio de una nueva, según se mire—.
No
hay paz para los guerreros.
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