ENCUENTROS EN FASE EXPERIMENTAL

 

La madre no eligió su nombre al azar. Quería para su recién nacido retoño algo que actuara como seña de identidad a lo largo de una vida, imaginaba, repleta de éxitos.

Escogió el nombre de Aria, cuyo significado en griego es el de una persona creativa, amante de la cultura y las artes. La primera piedra estaba puesta. Ahora solo quedaba que el destino arropara los deseos maternales.

Aria llegó a la cándida adolescencia cargando una mochila kilométrica de museos, bibliotecas, librerías…hasta este momento no había conocido lugares que no estuvieran relacionados con arte o literatura. La madre exulta, presumía delante de propios y extraños a costa de su maravillosa hija sin parar a meditar en el movimiento terrestre que, a veces, pone todo patas arriba y los planes cabeza abajo.






Aria no era para nada una chica retraída como querían hacer ver en su grupo de ¿amigos? ¿de verdad amigos? ¿conocidos? ¿pasaban por aquí? No era retraimiento, era una suerte de repliegue para protegerse de un mundo que no le gustaba. ¿Rara? ¡Claro que era rara! En su acepción de poco común. ¿Feliz? Tanto como puede serlo una persona en constante búsqueda de la piedra que mueva un mundo feroz donde los lobos parecen caperucitas, y, éstas, no son los angelitos tiernos que aparentan ser.

—¡Aria! ¡Tu teléfono! —Grita la madre desde el salón.

Número internacional desconocido reflejado en la pantalla.

—«¿Quién será?» ¿Sí?

—¿Aria?

—Sí, soy yo. ¿Quién eres?

—Soy Cleo y tengo un notición que darte. ¡Llego a Madrid el lunes!

Aria en ese momento experimenta una suerte de premonición. Algo alerta desde la raíz del pelo hasta los pies que ese encuentro será…no aventura qué…pero en su interior sabe que algo revelador está al caer…

Hace más de cinco años que no se ven. Cleo se fugó a los estados salvajes del oeste con la excusa de un máster que jamás terminó, entre otras cosas, porque el «máster» era un míster que perseguía más a las misses que a los másteres, de nombre John, detrás del cual se largó cuando él regresó a su estepa americana.

—¡Tengo tantas cosas qué contar!...

Bla…bla…bla…bla…

Como siempre, igual que siempre. La misma esencia. Sin esencia. Aria comenzaba a sentir una especie de ahogo ante la imposibilidad de elaborar una excusa auténtica y zafarse así de un encuentro que no se aproximaba ni por lo más remoto a lo apetecible.

Allí estaba Cleo. Sentada en la terraza-balcón de la avenida que se asomaba a la sierra de Madrid. Vestida con ese gusto rancio de las señoritas liberadas del colegio de monjas. Todo perfecto. Todo en su sitio. Menos la cabeza. La hubiera reconocido entre tres millones de personas.

Un abrazo descafeinado, una desgana disfrazada de alegría. Alegría que al menos Aria no siente. Quiere zanjar de la mejor manera esa cita y largarse de allí a toda vela.

Cleo comienza su discurso entre aspavientos americaniles, tratando de poner acento a su lengua materna para aparentar un internacionalismo que en ella no se daba …las apariencias ¡Ay de las apariencias! ¡Qué sería de ciertas personas sin las apariencias!




Más de una hora lleva como un papagayo Cleo sin parar de hablar. Aria no sabe por cuánto más puede aguantar aquello y pregunta no por interés, sino con la única intención de verla callada, como está la situación política en el lugar donde su ¿amiga? ha vivido los últimos años.

Cleo en esa simplicidad que ilumina la ignorancia, contesta que bien, muy bien, tirando a superbién.

«Miles de alienados, bandera en mano, apoyando la causa de ¿…?»




Y entonces Aria sufre una especie de epifanía. Y decide que la primera parte a llevar a cabo de su plan será la de contestar: «ESTUPENDO» a todo en general. ¡Qué no dejará asomar al lobo por encima de su máscara caperucil! Qué todo será estupendo, estupendo, estupendo, de cara a la galería y, que luego ella, ya en su retiro, actuará a conveniencia.




—¿Cómo ha estado tu día?

—Estupendo.

—¿Qué tal Cleo?

—Estupenda.

—Sobre tu cama he dejado los zapatos que te he comprado.

—Estupendo.

Sube a su habitación. Recoge los tres imprescindibles necesarios para ella, y, a medianoche, con alevosía y nocturnidad se larga sin billete de vuelta a una isla a la que no llegan los mares. Romper con todos —si es que alguna vez fue o formó parte de alguien—, admitir al menos para sí, sus diferencias con el resto; quedar en paz borrando de su lista a todos los estultos abanderados que, bombardeaban con su estupidez un mundo que hubiera podido ser más limpio sin su presencia.

Los sueños de su madre acaban en el cajón de los imposibles.

—Roberto, no supe elegir bien el nombre de nuestra hija. Así no la casamos. Ve haciéndote a la idea.

Cleo volvió con su máster-míster abanderado. Con él llenó el mundo de abanderados mocosos, pero es que ¡todo era tan estupendo!

—«Aquí todo es estupendo, estupendo, estupendo. Sin banderas, ni abanderados de la intolerancia, sin nada que esconder, sin máscaras…».

Fue su primer pensamiento al tomar tierra.

 













 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

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