JUGAR CON FUEGO


Si controlas tu ira puede que en noventa segundos consigas caerles bien a las moscas.

Sara sabía que se la estaba jugando a copas. Iba con el tiempo pegado a los talones; debería tener la columna semanal acabada y no encontraba forma de entrarle al folio.

En las últimas semanas la piscina del centro deportivo al que jamás dio uso salvo para ponerse a remojo, se había convertido para ella en la biblioteca que, cerrada por causas ajenas o cercanas, permanecía con los cerrojos echados.

Total, que se tiraba cada día en la hamaca, sustituta esta del pupitre de haya. Desde esa atalaya conseguía garrapatear algún párrafo o frases inconexas que después tras largos dolores de cabeza culminaban en escritos los que con toda probabilidad nadie leería. 





Esa mañana de domingo los elementos no se aliaban en favor de la pluma. Una bandada de moscas esquizofrénicas o enamoradas de su cuerpo vinieron a posarse alrededor de la hamaca haciendo imposible hilar una letra con otra. El aquelarre «moscaril» gozaba de una voluntad más férrea que la de un general cartaginés o que la del propio Cid Campeador —por lo que campaban a sus anchas y largas praderas de aquel desprotegido cuerpo—. Intentaba protegerse a manotazos. Tarea inútil. Aquellos tontos animales, que lo son porque a pesar de legiones enteras tratando de ahuyentarles ellas, siguen en su fastidioso empeño, más que molesto, obstinado. Igual fueron creadas para esto y no tienen otra función en su exigua existencia.




Con los nervios a flor de piel y viendo que no conseguiría terminar su trabajo la mala leche que iba inundando su ser se convirtió de repente en luz de inspiración. Agarró el espray de aceite de coco bronceador, presionó con fuerza, cinco, seis, siete…toques contra el muro que tenía tras de sí. Estos tontos, muy tontos animales, ciegos en su ignorancia, fueron de cabeza a estamparse contra él.




Los vecinos de hamaca tan hartos como ella de aquella mañana mosqueante preguntaron cómo había conseguido el hechizo.

—Con aceite de coco. —Contestó.

—¿Por qué no patentas la idea? —Le dijeron a coro.

Ni corta ni perezosa a la mañana siguiente tras entregar su columna semanal, se dirigió a la oficina de patentes y, allí, dejó registrada la idea que pasado un tiempo le otorgó lo que nunca hubiera conseguido con la escritura: una vida desahogada y libre de moscas.





En su último bestseller: «Si jugáis con fuego corréis el peligro de quemaros» hay encerrada toda una tesis sobre moscas cojoneras que no saben por cretinas que el final de sus días será la hoguera.






«Para aprender a jugar con fuego hay que perder el miedo a quemarse».






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