LOS ÚLTIMOS CONQUISTADORES

—Enhébrame la aguja, hijita…—pide la abuela.

Los ojos cansados de tanto visto, tanto pasado, se le llenan de lágrimas.

Una tela que apenas permite traspasar un rayo de claridad para seguir remendando lo que será pan para hoy y hambre para mañana cuando al uso se abrirá de nuevo dejando en el aire el remiendo que tan trabajoso resultó.

Como cada tarde cosían al amor de la solana cuando era el buen tiempo. Al llegar los primeros fríos el corredor con sus cristaleras amparaba los zurcidos de la abuela y los bordados que la nieta se afanaba en terminar por aquello de: «por si acaso».

—Abuela cuéntame…

—¿Por dónde íbamos? ¡Ah, ya! Pues como te iba contando. Amalio y Daria habían nacido en el mismo barrio por lo que se conocían desde la cuna. Una vez destetados compartieron años de juegos y escuela hasta llegar a la mocedad que, aunque no es mala época es la etapa de los más amargos y a la vez dulces sinsabores.

Él, la observaba cada tarde cuando bajaba al caño a llenar el cántaro y, a la vuelta, se hacía el encontradizo con un saludo que le salía como a cañonazos de los mismísimos nervios que le agarraban cada vez que la veía.

Así como un verano trae un invierno y este una primavera, se fueron sucediendo las estaciones hasta llegar a esa edad en la que no se sabe porqué ley inescrita se considera a los mozos casaderos. Y, fue así en la verbena del santo que, baile va…baile viene…el mozalbete pidió permiso a Daria —¡al fin!— para cortejarla.

Ella, más roja que un pavo dio su aprobación sin levantar la cabeza doblada sobre el pecho…

—Es así como comienzan todas las historias de desamor…—¡Ay! Suspira la abuela…

—Abuela sigue por favor, no te pares ahora…—Ruega la nieta.

—El baile, para mí, que tiene algo de embrujo, ese acompasar de pies y brazos tratando de huir en ocasiones de la proximidad de lo que se avecina, que no se deja atar así como así, termina, a veces, como el rosario de la aurora…

Todo paz y tranquilidad hasta que se termina. Llegaron tiempos en los que las cosas de ganar el pan se pusieron del revés y comenzó un rosario de peregrinaciones hacia otros lares donde obtener el condumio. Y Amalio se marchó a hacer las Américas…y Daria seguía bordando su ajuar en la espera acompasada de las estaciones.

Cuando desde la ventana veía pasar al cartero salía de estampida a preguntarle por si llegaba carta de Amalio.

—Nada, Daria. Te he dicho que no te preocupes que no debes estar al quite. En el momento que llegue a mi mochila, yo, te la entrego sin más.

—Gracias, Emilio…pero, es que…

—¡Ay! ¡Estos muchachos y los amores! Esa enfermedad se cura con los años y con los callos…No te preocupes mujer. Verás que pronto llegan noticias.

¡Adiós! ¡Qué tengo mucho que repartir!

Las cartas se fueron sucediendo a lo largo y ancho de un lustro. En ellas Amalio le contaba de su trabajo en el Palenque, de los amos, de los jornaleros, de la comida de allí que en nada se parecía a la de aquí…de la forma de hablar que, aunque pareciera el mismo idioma había cosas difíciles de entender y otras que jamás escuchó…

Pero Daria nunca veía escrito lo único que quería saber: cuando volvería, cuando se casarían, cuando…





No hubo más cartas. Daria ya no preguntaba al viejo Emilio que arrastraba los pies con su mochila repartiendo dichas y desdichas…

Amalia visita a su abuela a diario en el lugar eufemísticamente llamado: «El buen retiro». Lee para ella, le habla de su trabajo en el hospital, de su hijo que este año terminará el bachillerato, de su marido ejemplar…

De una pila de periódicos que se amontonaban en su desván ha encontrado uno amarillento con fecha de hace diez años en las que aparece un tal Amalio, español, trabajador de un Palenque en algún lugar perdido de Méjico, al que han encontrado atado a un árbol con heridas de machete y la amputación de ambas manos…el periódico da unos cuantos detalles peregrinos sobre los posibles motivos y el final del desdichado.

Arrugada por los años, la foto amarillenta que cuelga de uno de sus bolsillos, lleva en el reverso una dedicatoria…«Para mi querido Amalio de quien nunca te olvida. Daria».





Amalia, duda entre si leer a su abuela Daria la noticia o destruir definitivamente un pasado que como tal quedó enterrado en aquel pretérito imperfecto.

—Abuela. Él, te quería. Solamente no pudo seguir escribiendo…

—Lo sé. Siempre adiviné el final de la última carta.

Daria se duerme. Duerme, Daria. Duerme en la felicidad del último sueño.















 

 

 

 

 

 

 

 

 

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