VILLANOS DEL DÍA A DÍA
Laia
había pasado los meses anteriores planeando el curso, imaginando a sus nuevos
compañeros, como sería el campus, como la residencia…ni un minuto dedicado a
pensar en las clases, ¿¡Para qué!? Ya se vería si acertaba o no con lo elegido…
Llegada
y toma de posesión de sus aposentos. Habitación propia. Podía permitirse el
lujo de no tener que compartirla. Primer día de clase. Pasillos retumbando con el
trotar de mil pisadas que hoy todavía resuenan en su cabeza. Entrada a la clase
de D.M.M., y desde ese día, el insomnio fue el mejor o el peor de los amigos
que tuvo el resto de su estancia en la Facultad.
Fue
verlo, escucharlo, y, el cuerpo, tomó forma de una columna marmórea: tieso,
inflexible, inmaleable…la voz que llegaba hasta ella, trepaba por su interior
como una serpiente y se acurrucaba en cada recoveco de sus vísceras. Desde su
boca, bajaba por el esófago hasta su estómago, recorriendo intestinos, saltando
de un órgano a otro hasta llegar a sus pies…y se rindió, se rindió a esa voz, a
ese cuerpo, a esa estampa de héroe fabricado a través de multitud de películas mercenarias
de una estampa inexistente.
Caída
tras caída llegó al tercer trimestre. Cada vez que D.M.M. la conminaba a su
despacho se apoderaba de ella una sensación con olor a muerte. Sabía que se dirigía
al matadero, de rodillas postrada ante él, esperando la puntilla que la
rematara.
—¿Se
puede saber qué te pasa Laia? –pregunta su amiga Lita con la bandeja de comida
haciendo las veces de frontera entre las dos.
—Nada.
Estoy con la regla.
—¡Pues
qué regla tan larga la tuya qué dura un trimestre entero!...¡Mira! No me lo
cuentes si no quieres, pero no te obligues al humillante oficio de mentir.
Laia
trata de ensayar una sonrisa; en su lugar aparece un gesto deformado que
agudiza aún más, si cabe, la mueca de dolor que se esconde tras la cortina de
sus pupilas.
—No
seas pesada. No me pasa nada. Solo unas noches de insomnio y la preocupación
por los finales. Ya se me pasará. De verdad, estoy bien.
—Vale,
no insisto. Me queda cristalino que sea lo que sea no quieres hablar de ello.
Si necesitas algo, sabes que puedes contar conmigo.
—Claro.
Entró
en el despacho, cerró tras de sí la puerta. Esta sería la última vez que él
abusaría de su fuerza y de su estatus. Un mechero en el bolsillo, un pequeño
bote de gasolina, comprados ambos en el estanco, eran suficientes para quemar
el rastro de toda la iniquidad acumulada en aquel antro de virtuosismo
imaginario, el de un héroe asqueroso, la más asquerosa de las villanías cometidas
a la sombra de la protección y el silencio de un sistema endogámico. Y el
despacho de las despachadas, despechadas, disciplinadas, aterrorizadas bajo el
poder y el miedo que generan las amenazas del más villano de los «héroes», voló
por los aires. Ella, con la falda y una parte del pelo chamuscados, salió de
estampida, sin parar, hasta perder de vista el recinto.
En
el periódico de la universidad aparecía una nota brevísima sobre el
acontecimiento: «Ayer en el despacho del
decano un papel mal apagado en la papelera –se investiga cómo pudo llegar allí-
provocó el incendio que ha destruido parte del mismo y causado la muerte del
rector. La universidad en pleno se une al dolor de la familia y prepara actos
para honrarle y reconocer su exquisita labor en esta institución».
Laia
se casó con un notario tan triste como su profesión. No volvió jamás a pisar
una universidad. Dedicada a criar hijos y a llevar la intendencia de una casa
que la ahogaba con la soga invisible del aburrimiento y de la inutilidad que
representaba para ella su existencia: daños colaterales.
A veces el mal sabe ocultarse muy bien, pero cuando es descubierto hay que actuar. Y dicen que el fuego purifica.
ResponderEliminarEl fuego tiene una gran potencia limpiadora. Gracias por comentar. Saludos, David.
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