EL CUENTO DEL PATO MUDO

  

Hermenegildo y Eulogia podrían haber pasado por siameses; no se habían despegado desde el día en que nacieron en aquel edificio de madera de intrincada escalera; escalera hecha del mismo material que crujía cual osamenta de viejo.

Tanto era así que, el correr de los no acontecimientos puesto que en aquel recinto la vida se había detenido de tal forma que no avanzaba ni retrocedía, simplemente permanecía estancada al igual que sus habitantes, los cuales de haber sentido la inmensidad del mundo desconocido para ellos, quizá, hubieran dado un paso adelante lanzándose a recorrer, aunque solo hubiera sido unas cuantas manzanas para alejarse de aquel cuchitril donde lo único abundante era el gris de las sombras. 

Por los laberínticos pasillos del inmueble corría cual pólvora un olor ocre, oscuro, como si por sus tiras de madera gastada pasearan mil ratones uniformados gritando: ¡Paso a la banda!






Hermenegildo y Eulogia se sentaban cada tarde en el recoveco de la escalera con sus libros prestados de su vecino Serafín. Serafín vivía en el último piso, grande, abuhardillado y tenía una biblioteca alimentada por sus compras y por lo heredado de generaciones. Serafín era hombre afable, aunque se podría decir de él que no amaba la compañía de otros seres a no ser que estos tuvieran la estatura del respaldo de una silla. A partir de esa medida comenzaban los problemas de entendimiento y de soportamiento.

Hermenegildo y Eulogia subían cada dos o tres días a devolver lo leído y a renovar material.

—Serafín, ¿Qué nos prestarás hoy? —Preguntaba Hermenegildo.

—Creo que este os llevará por caminos desconocidos, os hará reflexionar sobre vuestra condición y, sobre todo, os hará mejores de lo ya sois. Aquí tenéis a Don Quijote y a su amigo Sancho.

—…Pero… ¡Más de mil páginas! este tardaremos en devolvértelo, Serafín…

—No importa el tiempo. Importan las enseñanzas.




Absortos en la lectura, agazapados en su escondite, no se percataron de que enfrente de ellos alguien los miraba bizqueando tratando de enfocar sus figuras. Hasta que Eulogia levantó la cabeza del libro y lo vio allí, parado, mirando cómo sin mirar… ¡Mira, Hermenegildo! ¡Un pato! ¿De dónde se habrá escapado?

Eulogia se acerca al palmípedo e inicia una caricia…el pato retrocede una pata…mientras, mira a Eulogia con su ojo bizco…no emite sonido alguno...Hermenegildo ha iniciado la aproximación por la popa con la intención de sorprender al ánade provocando así que emitiera un graznido…nada…lo agarra por las plumas traseras, pero el ave no suelta ni un ¡cuácuá! 

—¡Qué pato más raro es este! ¿No te parece a ti también Eulogia que es raro, raro, raro? ¿Por qué no «dice» ni un triste ¡cuácuá!?

—¿Igual porque no le apetece? déjalo en paz. Ya «hablará» cuando le apetezca…

Vuelven a su rincón e inician de nueva la andadura del hidalgo y su escudero. El pato entretanto sigue allí, parado, sin decir ni mú, lanzando su estrábica mirada sobre los niños que han dejado de prestarle atención por el momento.

Un grupo de niños jugaba fuera del portón. Benito el del entresuelo izquierda descubre la presencia del pato y en dos zancadas se lanza con la intención de atraparlo. El pato se escabulle en un vuelo corto que lo lleva hasta el recoveco de la escalera como buscando el refugio de los niños lectores. Eulogia lo mira, vuelve con su mano a acariciar el plumaje del ave, pero este sigue sin emitir sonido alguno mientras esconde la cabeza debajo del ala…Eulogia intenta cogerlo en sus brazos, él, se zafa. De todas formas, de nada hubiera servido; su madre o no lo hubiera consentido o peor…habría hecho un guiso con él. Como si una luz se hubiera encendido en el interior de Eulogia, de repente encontró una posible solución: ¡Serafín! Claro…¡¿Cómo no lo pensó antes?! Con la resistencia que ofrecía el cuá-cuá, a Eulogia le costó lo suyo hacerse con su control y por fin subir las escaleras hasta la casa de su ilustre vecino.

—Hola Serafín. He encontrado este emplumado vagando por la calle, no sé qué hacer con él, mi madre no me dejaría tenerlo, he pensado qué…

—¡Pero! ¡Si es Ulises! Pasa, Eulogia. ¿Dónde has andado todo este tiempo malandrín? —Serafín le pregunta al pato que parece entender y está a un tris de contestar.

—¿Lo conoces? —Pregunta Eulogia más asombrada que el propio pato.

—¡Claro qué lo conozco! Vivió conmigo muchos años hasta que un día al despertar había desaparecido, busqué, busqué, busqué…nadie lo había visto, no dejo el más mínimo rastro…

Cuando Serafín se sienta a su escritorio, Ulises desde el cojín-cama instalado a los pies de su amigo mira a este como si fuera a recitarle el texto a escribir, en realidad lo hace, y, lo que es mejor aún, más mágico, Serafín lo recibe y plasma en el papel. No cabe duda de que entre los dos amigos existe una comunicación que va más allá de lo conocido o considerado como normal.

Serafín termina su libro. Con el tocho de papel en una mano y la cesta donde lleva a Ulises en la otra pone en marcha la aventura de entregar su escrito en la editorial «Ítaca». Una vez cumplimentado el trámite y mientras Serafín se encaminaba a la puerta de salida, Ulises, en un estiramiento de cuello, alzando la cabeza mientras se dirigía claramente a Serafín, gritó: cuá, cuá, cuá…Serafín entendió lo que el resto humanoide no sabía interpretar…aquellos cuácuás estaban cargados de toda una declaración de intenciones.

 

Postdata.

A la muerte de Serafín, previsor que fue en su día, había redactado testamento, legando entre sus escasos bienes uno de gran valor: su biblioteca. Cuando el notario notificó a Eulogia y Hermenegildo el contenido de la herencia, un reguero en forma de lágrimas de agradecimiento iluminó las caras de esta pareja que se hizo famosa en el tiempo, pues emplearon bien la donación construyendo una editorial que daba cabida no solo a los «Serafines», sino también a toda una legión de «Ulises» promocionando sus cuácuás hasta hacerlos verosímiles.






















 

 

 

 

 

Comentarios

  1. Jajaja, seguro que el pato era negro. Hubiera estado bien conocer a Serafín y tenerlo de vecino. Y conocer al pato.

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    1. ¡Qué sinergia tan genial! ¡Claro: el pato negro! ni intencionadamente hubiera estado mejor...ja, ja, ja...Serafín sería el vecino que todos querríamos tener. Seguramente también al pato...

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