LA MONJA. (II PARTE).
Una vez instalado en la nave
decidí subir a cubierta y tenderme cual lagarto en una de las cómodas tumbonas
con la mirada puesta en ninguna parte. Llevaba en esta posición un buen rato en
semiestado contemplativo cuando la vi. No quería parecer descarado por lo que
inicié con fingimiento mal disimulado un reconocimiento de la mujer. ¿Por qué
me resultaba familiar o conocida aquella cara? ¿Dónde la había visto? Ella, recostada en la barandilla miraba hacia
el infinito como si pretendiera encontrar algo en él; claro es que no puedo
saber el que, y que todo se reduce a mis propias conjeturas empapadas de una
infame curiosidad. De la misma forma se me escapa la exactitud de los minutos
caídos en esta misión que, no tenía para mí, al menos de momento, otro fin que
descubrir el origen de lo que yo creía era casi una certeza: yo había visto esa
cara en algún lugar.
Con el anuncio de la llegada a
puerto, busqué por entre los pasajeros tratando de hacerme el encontradizo si
por fortuna conseguía tropezarme con la desconocida mujer…
Abandonado el barco y en el
lugar donde debíamos recoger nuestro equipaje, la vi de nuevo, acompañada de un
fornido mulato cargado de dos sencillas maletas… mi intuición me gritaba que él
conocía el emplazamiento; por la forma resuelta en la que dirigía sus pasos
podía adivinarse que no era la primera vez que pisaba aquel lugar. Ella le
seguía confiada o al menos no daba viso de lo contrario. En un momento giró la
cabeza hacia el barco como si quisiera despedirse de él o tal vez para guardar
la imagen en su cabeza, no lo sé, pero fue gracias a ese momento en que su cara
quedó totalmente al descubierto cuando como un destello llegó a mí nítidamente
el momento y lugar donde yo había visto a esa mujer.
—¡Adela! ¡Vamos! —Gritó el
moreno.
En ese momento quedaron
despejadas mis dudas. Era Adela, la monja que conocí en el convento al que en
su día iba a visitar a mi tía Angustias.
«¡Coño!
¿Qué hace una monja en La Habana acompañada de un mulato?».
Mi intención primera fue
acercarme a la mujer cosa que descarté de inmediato, no encontraba la forma
idónea de dirigirme a ella… ¿Qué iba a decirle? ¿Qué la conocía del convento?
Vi cómo se alejaban y yo quedé recogiendo mis bártulos para después encaminarme
al hotel donde pasaría toda una semana intentando descubrir los encantos de la
ciudad que al parecer eran muchos según algún amigo me había contado.
Disfrutaba un colonial
desayuno esta mañana en el hotel. A mi espalda unas risotadas hicieron que
volviera la cabeza, cual sería mi sorpresa al descubrir la cara de la portadora
de las mismas: ¡Era ella! Ya no cabía duda. Era la monja y yo no tenía ni puta
idea de cómo abordarla ni siquiera contaba con la conveniencia de hacerlo.
La duda es el mayor de los
desasosiegos y, la falta de actuación es mucho más inquietante que la
inconveniencia resultante de enfrentar el acercamiento. Pasaron los días.
Terminó el tiempo de asueto. Volví a mi ciudad con el reconcome y la inquietud que
dejan dentro de sí los asuntos no resueltos.
Cayó el otoño sin previo aviso.
Una tarde de paseo bajo el paraguas tras el repiqueteo de unos tacones apareció
ante mí de nuevo la «deshabitada», con
tal fortuna que nuestros paraguas se enzarzaron y quedamos así, riendo como
bobos mientras duró la tarea de disolver la rebelión paragüística y quizá
después …
Pero esa es otra historia que
se resolverá si el tiempo no lo impide y el universo lo quiere…
Con su ímpetu, la monja puede establecerse como una poderosa e influyente ciudadana de Cuba.
ResponderEliminarQué buena historia y sí, nos has cortado dejándonos con ganas de más.
ResponderEliminarMe alegra saber que te gustó. Recién salida del «horno», hoy cae la tercera...Muchas gracias, María Pilar. ¡Saludos!
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