LA MONJA. (III Y ÚLTIMA PARTE).
Al separarte, agotado del abrazo paragüistico, escuchas su primer murmullo:
«¡Eres tú!, ni en sueños
hubiera imaginado encontrarte en mi nuevo universo».
Tú asientes, mientras, ella mira para otro lado con ademán displicente, adelantando un pie para marcharse, como intentando disimular el aburrimiento que le provocaba aquella inesperada situación, como si una fuerza invisible tirara de ella para llevarla fuera de ese escenario. Se despedirá con la excusa de volver a verte, tú, sabes qué, eso es un pretexto y, que es muy probable que no vuelvas a tropezarte con ella.
Ella pondrá todo su esfuerzo en que así sea.
Tú, le dedicas una sonrisa a modo de regalo, el último presente por lo que nunca fue sino soñado y, quizá, eso es lo mejor que pudo pasarte, pues tu condición de reaccionario recalcitrante no hubiera admitido la libertad que inundaba una personalidad como la de ella.
Sigue tu camino. Busca una chica común, corriente, como tú.
Cómprate un pisito en las afueras, trabaja en algún triste y gris lugar hasta
que el pelo transmute a blanco y alguno de tus nietos te pida: «Abu, cuéntame
tu viaje a La Habana», y tus ojos vidriosos desdibujan la historia que has
elaborado en tu cabeza, eliminando de ella el peso de lo que no has sido capaz
de digerir. Lanzarás un discurso de
cuento a tu nieto, pero no te confundas, tu nieto se traga el relato a medias y
pregunta por esas evidentes lagunas que aparecen en él. No es tonto, no ha
heredado tu idiotez, o en su defecto, tu cobardía.
—¡Reinaldo! ¡A cenar! Te grita
tu mujer desde la cocina con ese tono militar que aplica cada vez que te da una
orden.
Te colocas el batín, agachas
la cabeza mientras retienes una lágrima a punto de caer.
Tu nieto ve entonces en ti a
ese pobre hombre que eres o que siempre fuiste, el que dominó tu vida y al que
no supiste vencer.
Los temblores de tus manos
hacen tamborilear la cuchara sobre el plato. Tu mujer para el concierto de un
manotazo, mientras, la sopa inicia su curso cual río de tu pechera a la
entrepierna…solo en ese momento te atreves a gritar.
En el aullido va impreso la
imprevisión, insatisfacción, pusilanimidad de toda tu existencia: «Adela,
Adela, Adela…»
En el tugurio donde Adela cada
noche contorsiona su cuerpo girando alrededor de la barra de baile instalada
sobre una plataforma, su pierna derecha enredada como una serpiente ejecuta un
ángulo imposible hasta alcanzar su sien buscando apoyarse en ella…de repente
siente como una especie de soplido, un hálito en la nuca y, cree escuchar su
nombre...pero solo es una sensación que cede el paso a todos los vaivenes por los
que transitará y en los cuales irá dejando la impronta de su vívido derroche.
Siempre adelante, sin mirar
jamás a lo pasado; anestesiada la memoria, solo queda vivir…
—¡Camarero! ¡Una de Moët &
Chandon, aquí!
Adela toma su copa que apura
de un trago. Un parroquiano coloca en su liga uno de quinientos; cada vez que
un fulano se acerca a ella y deposita un billete allí donde termina la pierna,
ella, seguramente de forma inconsciente recita para sí un «ora pro nobis», como solitud de que ese «reza por mí» sea de trazo contante y sonante; ella sonríe, ya sabe
dónde y cómo lo empleará…
En el ínterin, desde la barra donde el mulato prepara los cócteles, un beso volador cruza la sala para terminar posándose en el «ora pro nobis» de una exuberante y pletórica Adela...
¡Pero!... maldito invento el de las conjunciones adversativas que
vienen a cambiar el rumbo de las cosas establecidas.
Un potente haz de luz azulona
se cuela por las ventanas del local junto con el aullido de sirenas que ponen
en alerta al mulato. Ya no hay tiempo, los uniformados entran en tromba al
local; de la forma en la que se dirigen a la trastienda se deduce que están
bien informados, van a piñón fijo, no les cuesta encontrar lo que han ido a
buscar…
El furgón parapetado contra la
puerta de salida va acogiendo a todo el personal refunfuñante, ignorantes del
porqué de su detención.
Ante el juez Adela no niega la
más que clara evidencia y, se deja conducir sin oposición a la nueva jaula que
ha de ser desde ahora su casa:
«Está
claro que nací para vivir entre rejas, Ora pro nobis».
No obstante, y pese al
sobresalto inicial, su estancia en el penal fue soportable gracias en gran
parte a la pericia de Adela que no perdió el tiempo y en cuestión de días ya había
conquistado algo más que el corazón del director del establecimiento.
«Hay
que saber elegir quién sí y quien no, amistades convenientes, enemigos a un
lado y el resto viene de la mano de la providencia –no divina-. Ora pro nobis».
Toda una superviviente, Adela. Al menos, hasta que no se jubile el director del establecimiento.:)
ResponderEliminarSiempre habrá algún director en la vida de Adela o en su defecto, algo que «dirigir» por su parte.
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