LOS SIETE PECADOS CAPITALES

 

Soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza.

Las religiones inventan —cada cual contiene sus mandatos— una serie de premisas, proclamas o, simple y llanamente, normas para tener atado y bien atado al personal que sigue sus enseñanzas. De la soberbia y la ira están bien servidos alguno de los dioses que castigan las desobediencias si no se cumplen a rajatabla sus mandatos.

—¡Obedece, si no quieres ser castigado con penas que no imaginas! —grita iracundo un dios cualquiera—.

Las religiones se crean a través de la avaricia de algún comandante para tener hincados a sus pies a legiones de incautos creyentes, incapaces de investigar más allá del discurso lanzado con bárbaros intereses.

Confundir autoestima con soberbia. Saciar el hambre con una infinita gula. Envidiar hasta los andares del vecino. La pereza de soportar soporíferas conversaciones que ni dos atunes se atreverían a entablar. De la lujuria, no sé qué decir por falta de datos o más bien de una indocumentada experiencia. Respecto de la avaricia es posible pecar hasta de forma involuntaria en según qué circunstancias. Se puede ser un avaro recalcitrante sobre la propia independencia, sobre el intocable «yo», ahí sí, ahí puede pecarse de avaricia sin remordimiento alguno en el más amplio de los libres albedríos.

Eliseo regresó de Albania tras haber perdido la cordura. La justicia le dio la razón, pero las leyes no lo apoyaban. Eliseo quiso volver a Albania, pero, era una época poco propicia para caminar por la alfombra blanca sin que las depravadas huellas quedaran impresas en la nieve…Hubo de conformarse con aminorar su lujuria en pos de la pereza que, a su vez, empequeñeció hasta límites poco recomendables su gula hasta el punto de que su cuerpo comenzaba a asemejarse a una radiografía.

Cada mañana el miedo indeterminado que cada vez con más frecuencia se apoderaba de él, hacía las veces de despertador, convirtiendo el acto de sacar los pies de la cama en una proeza digna de un escalador profesional. Lograda la hazaña un café recalentado del día, o peor, de anteriores jornadas, bajaba como río contaminado de su garganta el estómago consiguiendo en su recorrido una suerte de espasmódicos saltos fisiológicos amparados en el rincón del baño que por alguna extraña razón conservaba un olor a salitre.

La máquina de escribir seguía muda y polvorienta sobre un escritorio que había conocido tiempos de brillante creatividad hasta caer en la más de las silenciosas reservas. Pensó en emular a la escuela peripatética y mudarse al campo. En sus paseos por el parque de aquel pueblucho inscrito por la comunidad que lo habitaba como «una gran ciudad», buscaba y rebuscaba en el interior de su cabeza una idea que llevarse al papel…pero nada…el tintero mental se había esfumado a algún lugar a la búsqueda de autores menos reflexivos.

A Eliseo se le podría haber tachado de pesimista, de miedoso, de pusilánime, de hipocondríaco o de algo peor: de vago…y nada de eso se ajustaba con su naturaleza. Fue su viaje por tierras albanesas lo que repercutía resonando dentro de su cabeza, lo que le llevó a ese estado que, si no era apatía, sí era un estado bloqueante en su totalidad, desde el pie hasta la cabeza su cuerpo parecía cansado sin omitir, o al menos de evitarlo, cualquier señal provocadora de movimiento neuronal.

Él, quería, él deseaba sentarse delante de las teclas, llenar papeles, descargar todo su interior... un interior que se hallaba vacío tras el huracán arrasador que se había llevado con él todo lo alcanzado en su recorrido.

El sueño de esa noche tamborileaba su cerebro mientras engullía un mal llamado desayuno. Se vistió. Agarró su libreta y su lápiz dirigiéndose al parque habitual de sus paseos. En el intento de escritura utilizó la palabra errónea más de cinco veces lo que convertía en un desatino todo el planteamiento.

No recordaba la última vez que había posado su esqueleto en la silla de un bar. Deambuló hasta recordar una terraza que solía frecuentar en el pasado instalada en una pequeña plaza que quedaba a resguardo de tráfico y otros infernales ruidos.

—Qué va a ser señor. —Pregunta el imberbe camarero.

—Una cerveza, a poder ser fría, muy fría. —Contesta Eliseo arrastrando cada palabra con el esfuerzo de un picador de piedra.

Mientras el líquido amarillo inicia el recorrido de su garganta hasta el estómago, Eliseo sigue sumergido en la idea del inquietante sueño que pobló las horas de la noche anterior.

El paréntesis del bar proporcionó a Eliseo un instante de pacifica reflexión tras el cual, pagó la cuenta dejando al joven camarero una más que generosa propina, hecho que el muchacho agradeció con una mirada cargada de reconocimiento.

Sentado al escritorio agarró el cuaderno de tapas acartonadas y escribió:

«Confundir autoestima con soberbia. Saciar el hambre con una infinita gula. Envidiar hasta los andares del vecino. La pereza de soportar soporíferas conversaciones que ni dos atunes se atreverían a entablar…»

Tras estas inacabadas frases con las que un día se toparían investigadores y forenses sin conseguir encajarlas en el puzle de la desaparición de Eliseo, el protagonista de este cuento, cerveza en mano se dirigió hacia la estación:



Con indolente aplomo, deleitándose a cada sorbo que aplicaba al bidón...

Cuando vació la botella el tren seguía parado allí.











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