LOS ABRIGOS DE ENTRETIEMPO
Mi tía Concha era una
posmoderna. Una posmoderna en todo por todo y para todo.
Hubo un tiempo en un país muy
lejano en el que las señoritas de postín organizaban sus armarios según la
estación del año. Entre los muchos enseres había uno a su criterio,
imprescindible: el abrigo de entretiempo.
Abrigo de entretiempo que por entretiempos
pasó de su postinera impronta a prenda trasnochada por razón de la materia: los
entretiempos habían pasado a mejor vida llevándose con ellos la protección de
estas prendas a las que el tiempo concedió la cualidad de obsoletas. Huérfanas
aparcadas en un rincón del almario*.
Mi tía Concha me dejó un
caudal abrogatorio digno de una princesa, y por añadidura, lo complejo de cómo
administrar dicha herencia.
No necesité darle más de dos o
tres vueltas a la cuestión.
—«Si
el entretiempo se ha ido de parranda crearé mi propio período de tiempo próximo
al verano de temperatura templada y suave».
…Y los chicos se reían al
verme pasar puesto que nada de suave o templado había en aquel tiempo que ya no
era de entretiempos, y mientras me derretía bajo el suave tejido del abrigo
heredado y grandes gotas de agua recorrían mi cuerpo, poco podían hacer mella
en mí las risas de los infantes.
Yo solía pensar en mi tía
Concha, en su elegancia, en como aquella mujer que supo disfrutar los azares
entretiempiles entre tanto a mí me cedía la esencia que jamás podría rechazar
por un «quíteme usted allá ese sol», y, es que hay cosas tales como la
elegancia y la clase que están por encima de cualquier entretiempo,
contratiempo o destiempo…
Y yo sigo amando a mi tía
Concha tanto como amo su herencia.
*Almario.
No es errata.
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