LA SONRISA QUE LO CAMBIÓ TODO

                                                                                

El día en que todo acabó venía como todo lo que acaba con un nuevo comienzo bajo el brazo, un brazo amenazante en principio, pero, que habría de conocerse en un futuro que desmentiría lo que en un principio pareció querer mostrar.

Un campo de amapolas, un sembrado colorido. Una hacienda olvidada poblada de lagartijas.

Y, de repente, Hermenegildo transfigurado en descubridor de parajes ocultos se da con ella de bruces.






Hermenegildo, aventurero procaz se había cruzado por lo largo y ancho de sus correrías con todo tipo de paisajes y lugares desconcertantes unas veces, insólitos otras, y, tenebrosos en alguna que otra ocasión. Esta vez como todas las anteriores se adentró en los restos de la casa en ruinas esperando encontrar vestigios de lo allí vivido o algún rastro de quien habitó entre lo que ha terminado por comerse la naturaleza.

Con cada paso se iniciaba un concierto que proporcionaban los acordes de la maleza pisoteada. No fue fácil conseguir llegar a la entrada de las ruinas gracias a los escombros de la propia edificación hoy medio sepultados por ramas, hierbas y enredaderas. Conseguido el objetivo de alcanzar la entrada, Hermenegildo, subyugado ante el deterioro que causa el transcurrir del tiempo en cada cosa animada o inanimada, creada por el hombre o la naturaleza, se adentró con el objetivo de seguir indagando entre aquellos muros derruidos.

Un tropiezo de su pie izquierdo contra algo metálico en el suelo hizo que se arrodillara para comprobar que había sido lo que causó su traspiés. Una argolla oxidada medio oculta entre la hojarasca asomaba por entremedias.

Hubo un momento de duda sobre si asir o no la arandela…por fin apartado el miedo o la falta de prudencia tiró de ella no sin esfuerzo pues el asidero estaba incrustado en una puerta de madera medio podrida que al ser accionado rechinó como el sonido de un animal moribundo. Lograda la hazaña aparece un primer escalón al que con seguridad le siguen uno tras otro ocultos ahora entre la negrura del hueco recién abierto.

Hermenegildo vuelve a dudar sobre seguir o no con su detectivesco afán, y como siempre, una vez más, sigue adelante sin pensar demasiado en las consecuencias que puedan surgir ante su imprudente acción.  De su mochila sacó una linterna con la que ayudarse en la bajada. Hasta el momento lo único divisado eran cortinas tejidas entre telarañas, polvo y otros restos indefinidos. La escalera parecía no tener fin. Había perdido la noción del tiempo que llevaba sorteando escalones. La luz de la linterna comenzaba a tintinear como en los estertores que producen el final de un ciclo…

Hermenegildo sintió la zozobra de su mala decisión. Quizá no debió aventurarse tanto. Pero…pero, aun así, continuó adelante hasta alcanzar al fin lo que parecía el último peldaño.




La escasa luz que su linterna proporcionaba a estas alturas permitió a Hermenegildo descubrir lo que aquel sótano guardaba, no se sabe si desde hace lustros, siglos o solo una decena de años. Más de una veintena de esqueletos humanos aparecieron ante sus ojos. Entre todos ellos destacaba uno con las manos apoyadas sobre los ojos como si quisiera ocultarse de la escena que estaba presenciando. Sobre la cabeza del esqueleto, intacto, a través del tiempo transcurrido, una corona de flores y un velo momificado. Hermenegildo tejió una historia fantástica de asesinatos entre rivales por celos, amoríos no resueltos y toda una larga y más que improbable novelesca. Descubierto el secreto de aquella bodega, Hermenegildo se dispuso a subir de nuevo a la superficie. Una última mirada medio de reojo sobre aquella cabeza coronada que le atrajo hacia sí con una dantesca sonrisa. Trastabillando como pudo, con toda la dificultad añadida al terreno y lo insólito de la escena, Hermenegildo inició la ascensión hacia la luz prometiéndose —a sabiendas de que no lo cumpliría—, abandonar su afición detectivesca.

De vuelta en el pueblo, en la taberna del tío Honorato en la que todos los hombres allí tenían bigote —extremo este del que se desconocía por qué—, Hermenegildo hace partícipe a Honorato de la aventura vivida. Lejos de mostrar sorpresa el cantinero da cierre a la crónica del parroquiano:

—Hubo una vez allí alojada una pantagruélica familia de la que nadie conoció su desaparición. Tú, acabas de cerrar la historia gracias a tu impericia. Igual serías, si es que no lo eres ya, un buen historiador.






 


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