BULOS


Una amiga acaba de chivarme esto por WhatsApp:

Con las 20 gotas de lejía que me pongo en el café, estoy libre de pecado —y de contagio— hasta el apocalipsis final que, por otra parte, sea o no confirmado —lo del apocalipsis—, solo pido una cosa a todos los mandatarios del mundo, puesto que, a esta hora, pedirlo al que gobierna tu parcela, no sirve de «ná» … ¡por favor! —repito— por caridad del tipo que ésta sea, llámese católica o agnóstica… ¡Déjennos morir en paz! No existe peor muerte que el machaque constante de: «Vais a morir todos, los pecadores y los abstemios» …

Ojiplática me quedo. Igual te libra del bicho, pero te deja el estómago inservible para el resto de la existencia por corta que esta se presente. —Digo, a sabiendas de que no me escuchará.

Implacable, el reloj grita cada diez segundos: ¡Mil muertos más! Y, tú que llevas —has perdido la cuenta— del tiempo de inanición sin atreverte a pensar, pues ya se sabe de los peligros acuciantes que genera el entrechocar de neuronas…sin pensar, sin respirar, esperas el momento de la ausencia de «desnoticias», de la ausencia del silencio atronador, de que alguien te de un empujón y en lugar de gritarle le concedas tus más emocionadas gracias.

Me daría tiempo a escribir Cien años de soledad, lástima que esta vez el título se aproxime tan bien avenido, y me pille sin nada que decir, sin nada que llevarme al folio en blanco, más blanco que una sábana de hospital.

—¡Ringgggggggggg!... ¡Julia! ¡Las ocho!...

—¡Me «cagúen tó»! otra vez llego tarde al curro, de esta me veo en la calle. Como de mis letras tampoco voy a poder vivir, igual tiro por la calle de en medio y me hago cantante de ópera.

Sentada al escritorio de su oficina, el titular del matutino, salta sobre su cara, obrando la catarsis salvadora que llevaba necesitando desde hacía meses:

«El coronavirus no existe y, todo esto es un complot del consorcio de editoriales para teneros en casa escribiendo».

































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