UNA PIEDRA EN MI JARDÍN
Despreocupada en el
acontecimiento imprevisto que es la vida, vengo a tropezar con una piedra en mi jardín.
Nada novedoso o digno de
mención en un principio, si no es, por las consecuencias del después. Sigo mi
camino, observo, disfruto del sol y me tiro a la bartola sobre la hierba que, a
duras penas, se abre camino en medio de la sequedad que todo lo inunda.
El día, con sus más y sus
menos, pasa sin pena ni gloria, ni novedad que comentar. Al crepúsculo un dolor
sordo se instala en mi gordo dedo del pie derecho; lejos de dar importancia al
hecho que asumo como producto de la gran caminata que he infligido a mis pobres
pies, dispongo los bártulos que acompañan mis duermevelas.
El dolor sigue ahí: sordo.
Sigo sin otorgarle valor, hasta que, en su condición de sordera, pasa a hacerse
oír poco a poco como si no quisiera, pero, si quiere, como si me voy o me
vengo, pero aquí estoy…no puedo seguir ignorándolo, se ha hecho patente.
Subo el pie a lo alto de dos
cojines convencida de que estos habrán de amortiguar la molestia. El dolor que
en un principio fue sordo y callado, habla ahora a gritos. Imposible seguir
ignorándolo. A la pata coja voy hasta el armario que he bautizado como «farmacia de primeros auxilios» tomo de
él un calmante que engullo convencida de que será la piedra filosofal que
termine con el molesto «ruido sordo».
A medida que avanza la noche
el dedo va tiñéndose de color malva. Contra la mañana, tiende a parecer
verde-azulado, y al mediodía es imposible la descripción de color que adorna mi
pie. Duele. Poco, pero duele. Agarro lo primero a mi alcance y me
teletransporto a consultas urgentes de la gran mole que tengo a tres manzanas.
—Hay que amputar la pierna. —El
galeno colocándose los anteojos, con cara de pocos amigos.
—¿Qué? ¿Por un dolor de nada?
¿Se ha vuelto loco?
—Su opinión está demás. Ha
contraído el virus de «lapiernaloca»
hay que amputar o morir. Elija.
—«Mi vida sin una pierna.
¿Sorda, inválida, muda? ¿Existe otra opción?».
Desde la silla que empuja con
voluntad férrea la enfermera venida desde el más allá, diviso el jardín limpio
ya del pasillo de piedras, y, solo veo rocas insalvables por las que no puedo
ni podré nunca trepar.
Los jardines se limpiaron de
cantos, pedruscos y peñascos, mientras, miles de «unipiernos» configuraron un nuevo paisaje de sillas y batas blancas
que a duras penas consiguen —por más esfuerzo que ponen— mantener el equilibrio
del carricoche con el único brazo que han conseguido salvar.
—Señora: en el supermercado no
queda papel higiénico.
—«El mundo hace rato que se
fue a la mierda».
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Soy toda "oídos". Compartir es vivir.