LAS VENTANAS DEL OLVIDO
¡Confesad! ¿Vosotros también
habéis clamado en más de una ocasión eso de: «Si mi abuela levantara la cabeza»?
¿Entenderían nuestras abuelas
el mundo de hoy? Los móviles, esos artefactos invento del diablo que nos han
robado cualquier resquicio de intimidad que pudiéramos tener, por no hablar del
ejercicio de supervivencia a llevar a cabo para no ser engullido por cualquier
caminante que, absorbido en sus ondas, te lleva por delante y ni siquiera te ve.
Yo, los prohibiría tres o cuatro días a la semana, inventaría un sistema por el
cual, dependiendo de tus iniciales, se asignarían los días correspondientes —es
una idea, seguro que se puede mejorar—.
Las abuelas frente al
televisor en blanco y negro viendo «ESTUDIO
UNO». Las abuelas de hoy delante de la pantalla colorista y plana en la
que, bandas esperpénticas, muestran las miserias que todo humano debería llevar
escondidas.
Hubo un tiempo de solanas
donde todas las tardes con sus costuras se reunían alrededor de la radio,
silenciosas, como si escucharan misa, los cinco sentidos puestos en las novelas
de historias crueles de amor, tal y como es este casi siempre en todas sus
facetas.
Estos desamoríos iban seguidos
de un consultorio de la misma índole que, por aquellos entonces dirigía una tal
señora Francis, con toda probabilidad
la más famosa influencer de todos los
tiempos… ¡Vaya si influía!
Consultas ingenuo-amatorias sobre cómo actuar ante el género masculino…como
tratar a un marido, novio…—aquí amante no cabe, que en la spanish de aquel siglo esa figura no existía por ser un pecado
grave, castigado por los cielos con las penas del infierno—.
Más trágica que la pregunta
era la respuesta, sustentada en el ideario católico-apostólico-romano
sobre el que descansa la mala educación de unas cuantas generaciones que se
tomaban el tercer mandamiento muy a pecho.
—¡Qué señora tan inteligente!
¡Qué buenos consejos da! —clamaban las tertulianas.
Imposible adivinar si las
escribidoras seguían los consejos de esta gurú
del amor. Cabe la posibilidad de que alguna rebelde hubiera entre el montón.
Todo esto mientras unas —las
casaderas— bordaban su ajuar. Antes, las cosas, casi todas, se fabricaban en
casa, no se iba al descortés-inglés a
comprar las sábanas. Se bordaban las iniciales de los que compartirían lecho y
penurias; esto en sí mismo encerraba un problema: hubo quien se quedó un
arsenal completo de sábanas, manteles, toallas…las iniciales se dieron a la
fuga sin alcanzar ese final feliz de película cuyo guion escribe un director
llamado vida que cambia las escenas a su gusto.
—Ve «en cá la señá Rita», le encargas dos pollos p’a mañana que vienen tus tíos de Vilapías a comer.
La tienda de la «señá» Rita
tenía de todo. Igual comprabas un pollo, un cuarterón de tabaco, una vela,
arroz, postales, jabón…o unas zapatillas. Me encantaba el olor que aún guardo
en mi memoria; a veces al entrar en alguna tienda antigua de las que pocas
quedan en Madrid me agarra y me transporta a ese tiempo mal llamado vintage.
Digo mal llamado, porque me
gusta más su acepción en castellano: clásico. Olores de la ropa tendida en la
hierba. Del puchero puesto a la lumbre. Del jabón heno de pravia, el olor a
lavanda de mi abuela…el de las conservas de dulce de tomate que mi madre
elaboraba con una vecina y que se guardaban para todo el invierno…
Domingos en los que con cinco
duros podías disfrutar de regaliz, un polo de hielo, chicle bazoca, ¡Era la
bomba ese chicle! Se hacían con él globos que ocupaban la cara entera. —Como
dato, diré que aprendí a hacerlos en una misa interminable de semana santa. Es
que era muy duro aguantar horas de aquellos adormileros sermones—.
¿Cómo le explico a mi abuela
que a ese novio de Villatripasaltas
lo dejé porqué llevaba unos calcetines vintage?
No va a entenderlo.
Abuela:
—«Esta chica desde que lo dejó con ese novio —o lo que quiera que fuese—
está rarísima. Hace como que habla con un teléfono que no tiene ni cables ni ná
de ná… ¡Ay! Esta juventud se va a pique…»
—Abuela —le digo— mañana vamos
a la ciudad con mi padre, de compras, para las fiestas.
Ese «dos caballos Citroën» de mi padre que parecía iba a desintegrarse
subiendo las cuestas de aquellas carreteras mesetarias; rugía como un caballo a
punto de espicharla y se quedaba suspendido unos segundos hasta que conseguía
superar la rampa.
Así crecimos, entre sabañones
que nos llevaban por el camino de la amargura hasta que aterrizaba la
primavera, con los mocos hasta la barbilla como estalactitas, chapoteando por
las calles sin asfaltar ni alcantarillado…y…
—Donde esté lo vintage ¡Hombre por dios, ni punto de
comparanza! —se escucha una voz en off.
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